Los restos del naufragio

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Han pasado siete años desde que La Machina Teatro puso en escena “En alta mar” obra del dramaturgo polaco Slamowir Mrozek, con la que la Compañía cántabra obtuvo el Premio Max de Teatro al Mejor Espectáculo Revelación. Con el título “À Deriva”, la Compañía portuguesa AJIDANHA clausuró la 28ª Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo, el pasado 25 de noviembre, en el Salón de Actos de la Facultad de Medicina. Por más que el espectador conozca la obra y sepa del autor, nunca puede, no ya saber, ni siquiera suponer qué va a presenciar sobre el escenario, pues sea como sea, lo que desde él se proponga siempre será una “versión libre”, y dos libertades raramente coinciden.

Vidas a la deriva

Dicen, y se da por bueno, que toda comparación es odiosa. Puede que sea verdad. También lo es que el comparativo es un método de conocimiento con sus conclusiones, por lo que comparar quizá no sea tan odioso.

Pero, no, no voy a comparar el “En alta mar”, de La Machina, con el “À Deriva”, de AJIDANHA, sino que solo voy a decir que las estéticas de los espectáculos teatrales condicionan los mensajes de sus textos, por más que sean los mismos. No digo más para no hacerme odioso, aunque el dicho, con ribetes de falsedad, como casi todos los dichos, califica de odiosa la comparación, no de odioso a quien compara.

En el centro del escenario una balsa, y en ella tres náufragos, dos hombres y una mujer, aunque el autor había puesto en su texto tres hombres.

Unos palés son la balsa. Sobre ellos, una jofaina, una palangana, un tablón, y unos cajones de listas de madera, de esos para transportar frutas, verduras y otros productos, cuya versatilidad de uso viene obligada por el ingenio que requiere el ahorrar costes, aunque también es verdad que se avienen con la situación en la que los personajes se ven.

Los náufragos llegan a vivir una situación casi al límite, cuando se ha acabado la comida, pero no el hambre, y lo único comestible que tienen a mano son ellos mismos. Pero, ¿quiénes se van a comer a quién?, el sorteo no resulta criterio válido, por aquello de las trampas. Parece el menos sospechoso decidirlo democráticamente, con todo el ceremonial que hace al caso.

Y es ahí donde el autor, después de haber puesto en solfa más de un extremo de la condición humana, individualmente considerada, pone de manifiesto todas las maldades de la que pasa por ser la menos mala de todas las formas de organización socio-política: las falsas promesas, las mentiras en campaña electoral, las alianzas siempre contra “los otros”, el fraude en las urnas, etc. Total, que la democracia se monta sobre demasiados vicios, sin excluir ramalazos autoritarios, como para que dé virtuosos resultados.

Así que, a la vista de su fracaso, no queda otra opción que sacrificar, a quien de más privilegios ha gozado hasta ese momento, por ejemplo, haber llegado hasta ahí sin ser huérfano de padre y madre. Rayando con lo surrealista, llega flotando una botella de náufrago con la noticia de que ha muerto la madre del único que aún la tenía. La desconfianza de los otros, que seguramente también falsearon su orfandad, le condena a ser su comida. Preparado ya quien tenía que pagar como menú su buena suerte, aparece una lata de salchichas, que se había dado por perdida. ¿Qué hacer? ¿repartir las salchichas y esperar a que de nuevo acuciara el hambre? ¿empezar con las salchichas como aperitivo y de plato fuerte, el compañero de naufragio?

Es de notar, por lo dicho, que la obra se mueve entre el surrealismo y el teatro del absurdo, por un lado. Y, por otro, que los dos ingredientes de la obra son la crítica socio-política, con la mezquindad humana de fondo, y la parodia, la que procede de unas dosis proporcionadas de ironía y cinismo, sin los que la gracia de la inteligencia no tendría chiste.

Los intérpretes, a los que hay que agradecer que representaran en castellano, hicieron de crítica y parodia un solo acto, en un trabajo con el mérito añadido de moverse sin molestarse físicamente en un espacio de pocos metros cuadrados, lleno de objetos, que también movían, cambiando sus relaciones y sus usos. Los personajes se incordiaban con una mezcla de saña y burla, que los actores también supieron dosificar, hasta arrojar al vacío de la indiferencia valores que en la balsa de la convivencia ya hacían aguas: la verdad, la justicia, la honradez, la empatía, la colaboración…restos del naufragio de una democracia, que a duras penas, a veces muy duras, se mantiene a flote. Premonitoria obra.

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