La piel que te habita

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Era incapaz de zafarse de la maraña de golpes que estaba recibiendo. La única opción fue hacerse un ovillo y esperar a que todo pasará de una maldita vez. De repente era como si el mundo quedara fuera de su cuerpo golpeado y ella pudiera refugiarse en un lugar al que solo ella podía acceder, en un lugar al que desde muy pequeña había recurrido cada vez que necesitaba encontrar respuesta que el mundo al otro lado de su piel no podía darle, porque ni su propia piel se la podía dar. Mirarse sin reconocerse era un desafió diario, a cada hora, a cada minuto, a cada palabra, a cada mirada, a cada pensamiento se sumergía más y más en un sinsentido….

Desde hace demasiado tiempo el espejo se había convertido en su peor enemigo, era como mirar y ver en frente a un desconocido, el reflejo imperfecto de quien realmente era. Se le aparecía en los baños públicos, en los probadores, en el vestuario del gimnasio como un extraño. Se miraba y volvía a mirarse y por más que palpaba su cuerpo no lo acababa de comprender. Demasiado tiempo había intentado convencerse de que era lo que veía y así se había ido poniendo capas y capas que ocultaban su verdadera identidad. Muchas veces sentía que era algo así como si llevara una doble vida, quien sentía que era y lo que las demás personas veían –una puta locura-.

Y así, de tanto mirarse en los ojos de los demás, en los juicios de los demás, en la moral de los demás, había acabado creyendo que era como ellos le veían. Sin embargo, cuando estaba cansado de tanta lucha, de tantas capas que tanto pesaban, de tantas segundas, terceras y cuartas pieles, al desnudarse en cuerpo y alma, la veía a ella, era ella, solo ella, y todo encajaba, la libertad de lo que sentía, de cómo se sentía, el oxígeno que acompañaba el no negarse, el reconocerse, hacía que todo fluyera con esa normalidad que el mundo no entendía empeñado deformar, adulterar, encorsetar y definir sin preguntar ¿Quién eres tú? ¿Cómo te sientes tú?

 

La piel que te habita lo decides tú…

 

Y un día se sintió tan normal, tan jodidamente normal que le fue imposible volverse a poner todas esas capas de resignación, de negación, de miedo, de incomprensión. Y se rebeló, no porque fuera más valiente que nadie, no porque quisiera ser ejemplo ni abanderada de ninguna lucha, sino porque necesitaba vivir, porque necesitaba respirar, por pura supervivencia, joder.

Nadie entendía porque entre esa nube de golpes y puñetazos gritaba otro nombre diferente al que ponía en su carnet de identidad, en sus notas, en su pasaporte. Ese había sido el comienzo de la última burla. Al negarse a rectificar, de las risas habían pasado a los insultos y de los insultos a los empujones hasta acabar contra el suelo pronunciando ese nombre. No dejaba de hacerlo, sus gritos eran cada vez mayores, tanto que los golpes empezaron a cesar. Uno a uno se fueron apartando, no entendían lo que pasaba, no dejaba de gritar ese nombre como si fuera lo último que le quedara de verdad en la vida, como si su vida dependiera de ello, como si aferrarse a ello significara no perder el bien más preciado sobre el que construimos quienes somos, lo que queremos ser.

Encogida en el suelo hecho un ovillo, entre sollozos no dejaba de repetir ese nombre. Los golpes dolían pero cada uno de los moratones que su cuerpo mostraba, los nuevos y los antiguos, cada una de las risas, de las burlas, de los insultos, cada una de las dejaciones, de los chascarrillos, de los comentarios en voz baja, cada una de las heridas que todo eso le había dejado, sangraban menos que volver al silencio. No estaba dispuesta a ceder, esta vez no. Tantos putos espejos puestos por todas partes;  en su casa, en la calle, en los anuncios de la tele, en su familia, en sus seres queridos, en este jodido mundo lleno de espejos que no le dejaban verse como realmente era. Ese grito, ese nombre repetido hasta la extenuación,  hizo saltar en mil pedazos todos los espejos que desde que nació habían deformado la imagen que de sí misma tenía, quien era realmente, como se sentía.

No tendría que ser tan difícil joder, mostrarte al mundo tal cual eres, sin que eso signifique vetos, insultos, rechazos, miedos, palizas, incomprensión, trajes a la medida de todos menos la tuya. Y esos malditos espejos llenos de (pre) juicios que cortan por todos sus bordes, están ciegos, joder.

No siempre los golpes se ven, no siempre se ven las heridas, no siempre hay palizas, no siempre…

Esto solo es una historia de ficción, sin embargo cada día personas trans se tienen que enfrentar a la jaula que su propio cuerpo supone y al espejo de nuestras miradas. Si lo esencial es solo es visible con el corazón,  ojalá  fuéramos capaces de mirar desde ahí y no obligar a nadie a renunciar a su identidad, a su vida, a su nombre. El que ella o él decida.

A la piel que te habita.

Nota: El uso aleatorio de pronombres personales él o ella es completamente intencionado…

 

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