El lustro de las banderas negras

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«Yo soy el wali (líder) que os preside, aunque no soy el mejor de entre vosotros, así que si tengo razón, ayudadme. Si veis que estoy equivocado, aconsejadme y devolverme al camino correcto y obedecedme mientras yo obedezca a Alá”.

Hace cinco años exactos, el 7 de Julio de 2014, el autoproclamado “Califa Ibrahim” -conocido en Occidente como Abu Bakr Al Baghdadi- se dirigió a un abarrotado púlpito en la mezquita de Al Nouri de Mosul, segunda ciudad en población de Irak para pronunciar el sermón citado en líneas anteriores. Lo que para otros ojos pudo pasar desapercibido, para el mundo árabe-islámico fue un tsunami total. ¿El motivo? Al Baghdadi había citado dos hechos que siguen más que presentes en el ideario de la comunidad musulmana quien (con razón) se sintió traicionada tras el fin de la I Guerra Mundial.

Uno, fue el incidir en que “Sykes-Picot ya no existirá por más tiempo”. Dicho acuerdo fue un tratado secreto entre Gran Bretaña y Francia, con el consentimiento de la Rusia aún presoviética, para el reparto de las posesiones del Imperio Otomano en Oriente Próximo tras el fin de la Gran Guerra.

Ratificado en mayo de 1916, el acuerdo estipulaba que -ignorando las promesas realizadas a los árabes a cambio de su levantamiento contra los turcos- Siria, Irak, Líbano y Palestina se dividirían en áreas administradas por británicos y franceses.

El segundo y no por ello menos importante, fue proclamar un Califato Global en todas las tierras musulmanas en el instante en el que se cumplían 90 años exactos de la disolución del Imperio Otomano (y por ello, el fin del Califato para dar paso a la República de Turquía que sería laica en sus orígenes). Ninguna delegación diplomática se tomó en serio las palabras de quien fue considerado “un mero charlatán, solo con victorias pírricas en su haber”.

Todo cambió el 19 de agosto de dicho año, cuando un encapuchado con acento londinense, se dirigió al presidente de los EEUU (por aquel entonces, Barack Obama) y tras amenazar con una expansión del Califato a modo global; procedió a decapitar a un rehén estadounidense. La muerte de dicho secuestrado (James Foley), no sería por desgracia la última. Le siguieron Steven Sotloff, David Haines, Alan Henning, Hervé Gourdel, Peter Kassig, Haruna Yukawa y Kenji Goto hasta Febrero de 2015. Eso, sin contar las masacres perpetradas contra chiíes, coptos, minorías como los yezidíes (que rozó el genocidio según las informaciones de la ONU) o la incineración transmitida en directo por internet del piloto jordano Muath Al-Kasasbeh

Cabe preguntarse, ¿como se llegó a dicho estado de violencia exacerbada? Por mucho que ciertos medios, generalmente de corte conservador sigan negándolo, la invasión ilegal de Irak en Marzo de 2003 y su posterior ocupación durante 8 largos años, tuvieron mucho que ver en el posterior caos regional. Pudo haber un atisbo de esperanza tras la mecha que prendió en Túnez y dio paso posteriormente a revueltas populares que fueron denominadas como “Primavera Árabe”. Pero una vez más, Occidente (en este caso tanto Estados Unidos como la Unión Europea) priorizaron lo que consideraban “estabilidad regional”, frente a la única demanda común de las sociedades alzadas: Libertad y dignidad.

Se usó la baza de “hombres fuertes frente al integrismo” -como cuando los militares argelinos abortaron la victoria del Frente Islámico de Salvación en 1992-, para dar cobertura a regímenes brutales (Arabia Saudí, Yemen, Bahréin) junto a calificar a autócratas como Muammar Gaddafi o Bashar Al Assad de tiranos -que lo eran y son, pero que jugaron una baza importante para múltiples gobiernos al ser receptores de supuestos militantes de Al Qaeda a los cuales torturaron en busca de información.

Hubo unas elecciones libres en Egipto que ganó Mohamed Morsi, sólo para ser defenestrado por el ejército menos de 12 meses más tarde. Morsi falleció hace tres semanas, siendo sometido a un trato vejatorio y bajo un juicio-farsa de casi 6 años de duración, según Amnistía Internacional. En Túnez, (el país donde se iniciaron las revueltas), se ha conseguido llegar a una democracia débil no exenta de problemas, pero que supo dotarse de una Carta Magna que satisfizo todas las demandas de la ciudadanía.

Por el contrario, “el creciente fértil” sigue su particular descenso al caos: Siria e Irak a pesar de haber oficialmente derrotado al mal llamado Estado Islámico, no se libró de un dictador (Bashar Al Assad, en el caso sirio, apoyado por Rusia, Irán y la milicia libanesa de Hezbollah), mientras que Irak pasó de una tiranía a una nueva autocracia (tras Saddam Hussein, el ex primer ministro y actual vicepresidente del país, Nouri Al Maliki, actúa entre las sombras para reestablecer su liderazgo; todo ello mientras saca músculo con sus milicias pretorianas).

Desde marzo de 2019, existe un posible atisbo de democracia en Oriente Medio: La caída de Omar Al Bashir en Sudán puede dar pie a un régimen democrático que podría servir de foco al resto de naciones árabe-islámicas.

Pero desgraciadamente, la Junta Militar que le sustituyó, mostró cartas sobre la mesa cuando abrió fuego sobre manifestantes sindicales en Khartoum. Un lustro, puede parecer poco tiempo -escasamente es una legislatura del Parlamento Europeo-. Pero en una zona tan volátil como es el Próximo y Medio Oriente, ese espacio tan limitado de tiempo, puede tener consecuencias terribles a corto, medio y largo plazo. Pensemos simplemente en Palestina. Y ya quedará todo dicho.

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