Torrelavega no se toca

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Podríamos empezar con una cita de los muchos autores que creían en la cultura como algo más que producto de consumo para unos pocos, podríamos citar a … Podríamos poner los acordes del músico que componía sintiendo que su música era algo más que un cheque al portador…Hacer nuestras las voces de quienes reclamaban  el arte como algo inherente a la piel de cualquiera, independientemente de su clase, raza, condición y sentirla como algo vivo, con necesidad de compartirse. Tan sencillo como escuchar un verso suelto en la plaza del pueblo, como acompasar los dedos al ritmo de una canción, de una pieza de blues, al entrar en un local…Como un quejido flamenco, como el silbido de la dulzaina,  el golpe a golpe  de la txalaparta, o la caricia de viento del rabel. Podríamos hacerlo, deberíamos quizás porque están desapareciendo todas aquellas expresiones artísticas, aquellos espacios,  que inspiraron un día las citas de esos  creadores.

Y nos arrebatan esos espacios, poco a poco, como una gota malaya que acaba en el silencio, relegando la cultura a un mostrador, a un despacho, a un programa de fiestas. Creyendo que el silencio es la respuesta, construyendo un relato que estigmatiza toda expresión libre del arte sin más interés que el de SER.

 

Y ese goteo de silencio impuesto llega a Torrelavega disfrazado de prohibición, como si el arte fuera una amenaza, una molestia, como si crear, compartir, fuera un atentado contra la convivencia.  Y siempre ese silencio que en lugar de ser espacio para escuchar se convierte en negación de la palabra, de la nota musical, de la diferencia,  de la vida que se comparte envuelta en un pentagrama de cuerdas vocales. Es como respirar, y no entiendo por qué respirar puede molestarle a alguien.

Y ya no quedan espacios, los han cerrado,  el último la “jam sessión” que en el Turuta se llevaba celebrando desde hace ya dos años y que se había convertido en ese refugio de resistencia, de creación libre y espontánea  frente al silencio impuesto, como lugar donde tocar, compartir, y combatir, por qué  no,  un ocio estandarizado que no ofrece más opciones que pasar por el aro, un aro que se parece más al ojo de una aguja para la mortaja del muerto.

Y vuelve otra vez el silencio como  lápida sin tumba, como bastoncillo para sacar los tímpanos y que nadie se ponga a la escucha. Quizás porque el arte, en este caso la música no entiende de barreras y las traspasa. Quizás eso asuste a quien se siente demasiado seguro tras la tinta de una ordenanza. Imponer orden entre las notas de un pentagrama sería algo así como obligarlas a desfilar al ritmo del agua estancada. Quizás tengan miedo a la lluvia que cala, que empapa…

Y entonces maldecirían a las gotas de lluvia que caen en las charcas. Las prohibirían por repican tan fuerte como lo hacen las campanadas, y así también harían campanas huecas que no sonaran, de plástico. Y ya puestos les enseñaríamos a los bebés a que no lloren de madrugada. Ese ruido demasiado molesto, a los perros le coseríamos la garganta para que no ladren a deshoras, el ruido de las lavadoras, las radios con sus programas, si están demasiado altas. Cerraríamos todo aquello que suena  a vida  y podríamos hacer un «culturódromo», donde todos los artistas fueran a manifestar su arte. Eso sí, a la entrada pondríamos a los guardianes del tarro de las esencias, no se nos fuera a colar algún perro flauta que rompiera tan bucólica y ordenada imagen, que repartieran los carnets de lo que es y lo que no es arte.

Porque la cultura es mucho más, va mucho más allá, de lo contrario nada tendría sentido. O solo el sentido del mercado, de la frontera, de la barrera que separa. Y es que  la cultura y el arte no tienen por qué separarse de lugares de ocio y  encuentro, lugares de siempre, en la calle, en los bares, sino concebirla como expresión social de quien vive su día a día, de quien vuelve del trabajo, de la oficina, o de la cola del paro, y busca respirar en unos acordes, unos versos, y decide compartirse también de esa manera, convivir también de esa manera, hacer comunidad de esa manera. Si el arte, la cultura, merece la pena es cuando su propuesta rompe las barreras, comunica, y capilariza en la sociedad, desde la barra del bar al conservatorio. Y en ese camino nos encontramos, debatimos, nos saludamos, nos conocemos, nos miramos, nos escuchamos y nos vemos. Rompemos ese silencio que ordena y que no es silencio sino un “cállate”.  La pregunta es ¿por qué?

Y sin citar a nadie, como unos vecinos más que creen que un pueblo, una ciudad merece ser algo más que ese silencio obligatorio que acaba en obituario, en calles vacías, en canales de pago, en cubículos separados, en porno a la carta y “empezar la sesión de incógnito” para que nadie nos vea, sin citar a nadie nos citamos a todos en cada palabra, en cada acorde, en cada acción que quiere romper ese maldito silencio.

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