EuropaVirus

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Decía Albert Camus,  en su discurso de aceptación del premio nobel,   que “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión

De repente un fogonazo hace que prestes atención. Son imágenes nuevas pero que se parecen demasiado a otras que no hace tanto te revolvieron el alma hasta el punto de salir a la calle. Tardas unos segundos en reubicarte, la imagen del niño sirio que apareció muerto en una playa de Turquía y que dio la vuelta al mundo y se hizo tan presente que no pudiste y no quisiste mirar para otro lado. Y recuerdas lo que sentiste al ver las pateras hundirse en el Mediterráneo, las miles de personas huyendo de una guerra, la de Siria, de cómo su situación no hizo sino mostrar una realidad que siempre había estado allí, pero que ahora llamaba a tu puerta, a las puertas de esa Europa de la libertades, de lo derechos humanos  en la que vives. Y no supiste, ni quisiste quedarte sentada, saliste a la calle a reivindicar algo tan sencillo como el derecho a la vida, a tener un futuro. No sabías cómo, pero lo que si sabías era que lo que sucedía no era justo, que esa gente no tenía la culpa de lo que le pasaba  y que había que hacer algo.

Al salir a la calle te diste cuenta de que no eras la única, que había muchas cómo tú. Las plazas y las calles se llenaron de personas exigiendo una solución, un pasaje seguro para las personas migrantes y refugiadas. Los gobiernos de la Unión Europea se reunieron y establecieron cuotas de acogida, como si la vida de una persona fuese un número. Al drama humanitario más grande que había tenido que hacer frente desde la guerra de los Balcanes y  la Segunda Guerra Mundial, se le respondió con cuotas de acogida, que NO se cumplieron, con un Tratado de la Vergüenza firmado para que Turquía, el país que hace de puente entre Oriente Medio y Europa se convirtiera en el muro de contención,  patio trasero donde no mirar a cambio de darle dinero a un régimen dictatorial y corrupto. La ruta desde Oriente Medio a Europa vía Grecia,  pasando por Turquía se cerró y miles de personas quedaron hacinadas y atrapadas en campo de refugiados a la espera de una solución que no llega y bajo la amenaza de las mafias, el hambre, las enfermedades y la violencia.

Pero el hambre y el miedo a morir no entienden de muros, ni de fronteras,  o si no que se lo pregunten a las cientos de personas que cada día intentan saltar las vallas de concertinas de Ceuta y Melilla, dejándose literalmente la piel y  la vida, en el intento. Pero dejaron de ser noticia y desaparecieron de nuestra retina, como si no hubiera ocurrido nunca, ese nunca que ocurre en África, en Yemen, o tantos y tantas zonas de conflicto. Cada vez menos manifestaciones, meno gente…la historia e repitió, otra vez. Seguían llamando a la puerta pero nuestros oídos ya se habían acostumbrado a ese sonido, o simplemente no lo escuchábamos.

Es increíble la capacidad de normalización de la barbarie que tiene el ser humano. Lo que parece inconcebible se convierte en normal si aguanta el tiempo suficiente. El Mediterránea sigue siendo un Mare Mortum en el que mueren miles de personas sin que nadie haga nada, solo la sociedad civil, que se ha organizado para dar una respuesta que los diferentes gobiernos no han dado. Consideraron que lo mejor para que la opinión pública de esos países no le señalara con el dedo era lo que se conoce como externalización de la frontera, es decir, pagar a otros para que se hicieran cargo y así no enfrentarnos al espejo de la historia.

Quienes conseguían llegar fuera por tierra o mar, por cualquiera de las rutas (A través de Libia conectando con la isla italiana de Lampedusa, por ejemplo), se enfrentan al miedo, al rechazo y a los campos de refugiados que cada vez se parecen más a campos de concentración, porque no es pasado, es algo que está ocurriendo ahora mientras me lees.

A la vez que toda esta gente está siendo asesinada y violada, simplemente por huir de la guerra y la persecución, en esta Europa que se prometió  así misma no volver a repetir la barbarie de Auschwitz, aumentan los discursos del odio y del rechazo, discursos cuya solución es criminalizar a quienes, como a generaciones de europeos, no les ha quedado más remedio que abandonar sus hogares para tener al menos una oportunidad. Porque nadie abandona su hogar porque quiere, nadie pierde a su familia, recorre miles de kilómetros, es mutilado o violada porque quiere. Y si se arriesga a eso imagínate lo que deja atrás.

Ahora parece que volvemos a escuchar el sonido de sus manos llamando otra vez a la puerta. ¿Qué hacemos? ¿Dejamos que el mundo se deshaga?

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