Las clases del Covid

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En la facultad resultaba un poco violento escuchar a jóvenes, cuyas manos no sabían de los callos más allá de que eran un plato típico del Madrid más castizo, hablar en primera persona al referirse a la “clase trabajadora” o “proletariado”. No sé si cuando E.P Thomson, en el prefacio de su obra “La formación de la clase obrera en Inglaterra”, abrió el debate sobre dicho concepto, imaginaria portavoces  así:

La clase es definida por los hombres al vivir su propia historia y, al final, es la única definición”.

De alguna manera con esta afirmación el autor se salía de esa interpretación objetiva y “científica” que el marxismo clásico había tenido a la hora de analizar la realidad y definirla. Y es que hasta entonces solo podría ser clase obrera, y autodenominarse como tal,  la clase trabajadora,  aquella sobre la que sustentaba su maquinaria el capitalismo, el modelo económico que, bajo esta visión, es responsable de un orden injusto y deshumanizador. Un capitalismo apoyado y reforzado teórica e ideológicamente en una la tradición liberal cuyos principales valores son el derecho a la propiedad privada y el concepto de libertad individual.

Con su texto “La sociedad inglesa del siglo XVIII: ¿Lucha de clases sin clases?”, escrito en 1978, Edward Palmer Thompson  marcaría comienzo de un debate entre el marxismo ortodoxo como del marxismo estructuralista. El núcleo teórico sería la discusión sobre el concepto de “clase social”. A partir de ahí este concepto pasó a dotarse de un componente tan subjetivo que, llegado a nuestros días de posmodernidad de mascarilla, distancia de seguridad  y gel hidro-alcohólico, nos interroga sobre el tipo de sociedad en la que vivimos. Incluso se plantea hasta qué punto es operativo dicho concepto o simplemente se diluye incapaz (¿por qué?) de conectar con la realidad a la que dice definir. La izquierda posmoderna, el llamado socialismo del s XXI, diferentes corrientes libertarias, y los diferentes –ismos que han (re) surgido,  intentan reubicar, (re) definir, este imaginario asociado al tan manido concepto de “clase social”.

Una de las muchas cosas que podemos aprender de esta pandemia quizás sea el cómo cuestiones tan cotidianas vuelven a marcar esas diferencias que la sociedad de consumo parecía desdibujar, sobre todo en las sociedades llamadas desarrolladas. La pandemia ha puesto de manifiesto que en una sociedad desarrollada, pese a que una mayoría pueda “aparentar” ser igual al resto, “la sociedad de consumo y sus posibilidades”  esconde tras la ropa de anuncio o el móvil de última generación que mostramos en el espacio público y que parece igualarnos, realidades profundamente desiguales e injustas (y cada vez más).

Un ejemplo cercano: Una pareja que vive en Cazoña, con sus cuatro hijos y los padres de él. Salen a dar un paseo con los peques de 3, 5, 6 y 8 años respectivamente. Como los parques de la zona están acordonados aún no se pueden utilizar, por lo que deciden bajar hasta  el Ayto,  darse un paseo por el centro Botín y aprovechar para llevar a sus hijos al parque que allí  hay. Los niños juegan  con otros niños sin que nadie haga distinciones. Los padres se saludan de forma más o menos impersonal. Cuando sus hijos se hacen “amigos”  buscan “lugares comunes” para mantener una conversación cordial y pasar la tarde. Puede evidenciarse la diferencia pero también hemos aprendido a disfrazarla, maquillarla, ocultarla, porque “nadie quiere parecer menos que nadie”. Sin embargo, cuando llegas a casa, te comunican que un conocido está infectado y no te queda otra que confinamiento. Por compromiso (la emoción del momento, ya se sabe) cogiste el teléfono de la amable pareja; les llamas y se lo cuentas. Ellos y su peque de 6 años viven en un dúplex en Valdenoja con terraza, acceso a jardín y vistas al mar.  ¿Hablamos del mismo confinamiento?

Enciendo la tele y veo a una enfermera denunciar la falta de médicos, las bajas de sus compañeras y el confinamiento de personas que tienen que recorrer media ciudad en bus o metro para buscarse la vida y pagar sus facturas, porque es jodido llegar a fin de mes. La ciudad es Madrid. En la Inmobiliaria, barrio obrero de Torrelavega están igual, llevan así dos semanas. Y me revienta lo injusto que es todo, exigir a alguien que cumpla las mismas normas, cuando viven realidades tan desiguales y luego juzgarles como si lo fueran solo porque lo parecen, porque en el espacio público, ese que compartimos, en el que nos comparamos,  (casi) todos vestimos de anuncio y llevamos un móvil de última generación.  Siento que esa confianza de la que habla Tony Judt en su libro “Postguerra”, donde los ciudadanos depositan su confianza en un gobierno para que resuelva sus problemas se vuelve a quebrar por el eslabón más débil, y ese siempre vive en La(s) inmobiliaria(s), Cazoña(s) o Vallecas de turno.

La verdad, no sé hasta qué punto será operativo el concepto de clase,  pero que nadie me diga que somos iguales, que tenemos las mismas oportunidades. Esta pandemia nos da ejemplos cada día de que no es así. Y claro que hay clases y diferencias de clase, solo hay que mirar cómo están los colegios y los recursos a su alcance dependiendo del dónde y del quien.

Y todo eso “aquí”, en el llamado “primer mundo”. No me quiero imaginar lo que estará pasará “allí”…

 

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