El último soldado muerto

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No somos soldados y la retórica belicista que acompaña esta pandemia hace que nos veamos envueltos en una atmósfera de campo de batalla con sus lógicas del enemigo hecho a la medida del miedo y de la incertidumbre. De entender cada situación como un ataque en el que parece como si necesitáramos ponerle rostro a este puto virus. Los hospitales de campaña, los caídos en el frente, las estatuas al anciano desconocido de quien nadie se acordó,  ni su familia, ni sus vecinos. Confinamiento en una habitación durante meses. Una habitación convertida en celda de aislamiento. Prisioneros de una guerra donde se sacrifica al eslabón más débil. Como si la primera línea de batalla fueran las residencias y la carne de cañón nuestros mayores “con patologías previas”, un eufemismo de lo prescindible sin darnos por aludidos, y que hace que nos sintamos seguros. Imaginamos que no nos puede pasar a nosotros y subimos un escalón más hacia la indolencia.

Y envueltos en ese imaginario bélico los convertimos en prescindibles aunque nadie lo reconoce abiertamente, nuestras vidas continúan en una normalidad que nunca lo fue y que simplemente trae las fronteras más cerca. En una guerra donde las trincheras están en los hospitales, en las residencias.

Entre los míticos nombres de las batallas de la Primer Guerra Mundial  la batalla de Somme fue el ejemplo paradigmático de esa lógica deshumanizadora que forma parte del ADN de toda guerra, de toda amenaza a la vida de las personas donde no todas las vidas parecen tener el mismo valor. En este caso el principal objetivo de la ofensiva aliada fue aliviar la presión alemana sobre los franceses en Verdún. En ese 1 de Julio de 1916 murieron más soldados que en toda la  Gran Guerra. Una batalla inútil donde se hacen incomprensible porqué los altos  mandos no evitaron una carnicería así. Sus muertes eran evitables pero les dejaron morir a su suerte.

Esta guerra fue conocida como una guerra de desgaste, en la que las trincheras se convertían en tumbas improvisadas que solo esperaban el momento del sepelio. Y así iban llegando los cadáveres en la crónica de una muerte anunciada. Solo espero que las UCIS y las residencias no sean nuestras particulares trincheras y quienes ahí están se conviertan en el símbolo de un absurdo que se podía haber evitado.

De la misma manera La batalla de Verdún ha pasado a la historia como el símbolo del absurdo de tantas muertes sin sentido, en la que el máximo exponente de este absurdo fuera la muerte del soldado norteamericano Henry Gúnter. Henry no tenía 93, sino 23 años, No estaba encerrado en la habitación de una residencia de ancianos, sino asaltando un nido de ametralladoras alemán, tal vez, siguiendo órdenes, quien sabe. El armisticio entre los dos bandos se firmó la mañana del 11 de Noviembre de 1918  y  entraría en vigor a las 11 de la mañana de ese mismo día. Pero los combates no cesaron porque hubo quienes, aun sabiendo que todo había acabado, les ordenaron seguir.  Durante esas horas muertas murieron miles de personas en esa vuelta de tuerca del absurdo. A las 10.59 murió Henry Gunter. El último muerto de la Gran Guerra se convirtió así en el símbolo de las muertes que pudieron evitarse. En la personificación de ese absurdo.

La pandemia se ha convertido en ese enemigo invisible que nos amenaza desde hace meses, las retóricas belicistas han sido utilizadas para construir enemigos a quienes culpar de algo, aparentemente tan absurdo, como que un virus microscópico amenace y ponga en peligro, no solo nuestras vidas, sino nuestra forma de vivir. Una forma de vivir que descansaba y sigue descansando sobre las espaldas de esos otros que tampoco vemos y que llevan muriendo desde hace tiempo sin atisbo de armisticio en el horizonte.

Nuestro particular armisticio parece ser la puesta en circulación de unas vacunas que nos puedan devolver a esa “normalidad” que solo tenía ese nombre porque vivimos acostumbrados a no rascar más allá de la superficie. El último soldado muerto en una guerra de desgaste, en la que morían quienes estaban en primera línea de batalla, nos recuerda que hasta el último momento nuestra vida pende de un hilo. Que todo puede pasar en ese intervalo de tiempo entre la noticia que parece ponernos a salvo y su puesta en marcha. Como si de una frontera se tratara y fuéramos refugiados que vemos la costa al alcance de nuestros dedos y casi cuando la estamos tocando la patera zozobra y solo llegan a las costas nuestros cadáveres.

Mientras todo pasa, el calendario nos interroga con necesidades que creemos irrenunciables y que planteamos como cuestión de vida o muerte con la falsa seguridad de que ya todo ha pasado y solo nos queda dejarnos llevar por la marea, sin darnos cuenta de que hay  vidas expuestas que dependen de nuestras decisiones. No somos soldados y no sé si las retóricas belicistas pueden ser más o menos efectivas para entender lo que pasa y explicar el papel de nos toca desempeñar. Pero si esto fuera una guerra ojalá quienes mueran no lo hagan  como consecuencia del “fuego amigo” mientras llega el armisticio.

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