Con la música a otra parte

Hace 21 años, Zoritsa salió de su casa en Ucrania, donde era jefa de estudios de una escuela de música y llegó a Liébana con una mano delante y otra detrás. Hoy, Día Internacional de los Migrantes, comparte con EL FARADIO su historia.
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Zoritsa es una mujer menuda de ojos claros y pelo rubio. Eso lo que se ve. Por dentro es un volcán de energía, buen humor  y una enorme capacidad de trabajo, sacrificio y organización.

Después de trabajar durante 20 años como jefa de estudios de un colegio para estudiantes de música en Ucrania, Zoritsa se armó de valor para ponerse en manos de las mafias y viajar a otro lugar del mundo en busca de dinero con el que poder mantener a su familia. «Yo era jefa de estudios en un gran colegio de música, pero unos meses me pagaban con un saco grande de azúcar, otros con trigo y así era imposible seguir. Allí no había oportunidades. Todo había que pagarlo: el médico, la comida, los estudios…  y yo no tenía dinero. El día que salí de mi casa, en la despensa solo había medio paquete de margarina. Yo tenía dos hijos de 12 y 14 años y no tenía nada para darles de comer, así que lo dejé todo y me monté en un avión rumbo a Madrid. Igual que ahora se montan en las pateras», cuenta para EL FARADIO.

EMPEZAR DE CERO

Así llegó a la capital de nuestro país en el año 1999. Entonces comenzó la segunda parte de su aventura. Sin dinero, sin papeles y sin conocer el idioma, recuerda cómo  tuvo incluso que buscar por las basuras para encontrar algo que llevarse a la boca. La mafia exigía nuevos pagos para buscarle un trabajo y, mientras, dormía en una habitación llena de colchones que compartía con otros compatriotas que estaban en su misma situación. «Mi padre, que había estado preso en un campo de concentración alemán, recibió una indemnización que sirvió para que yo pudiera salir de Madrid y el trabajo que me encontraron fue cuidando de tres niños en un pueblo de Liébana».

Así es como Zoritsa llegó hasta Cantabria. Recuerda que no hablaba ni una palabra de castellano. Afortunadamente, el inglés se le daba muy bien. Su madre era profesora de esa lengua y dice que en su casa escuchaban la BBC, con lo que su nivel era bueno. Afortunadamente, el padre de los niños se manejaba con el inglés y así se iban entendiendo, pero no era suficiente para desenvolverse en un país totalmente desconocido para ella. «Dicen que el idioma se puede aprender viendo la televisión, pero eso no es así. Hay que estudiar. Yo estudiaba hasta el diccionario», nos cuenta.

Un año después, la familia para la que trabajaba, se mudó a Potes y Zoritsa, que después de una vida dedicada a la música lo echaba de menos, se atrevió a pedir permiso al párroco de Potes para tocar el órgano de la iglesia. Todavía sonríe cuando cuenta la cara que puso el cura. «Debía de pensar que yo era una pobrecita que, a lo mejor, sabía tocar un poco. Ni se le pasó por la cabeza pensar que podía ser una profesional de la música, porque yo de Ucrania vine con los títulos superiores de piano y  musicología. Quedó tan impresionado cuando sonaron los primeros acordes, que así fue como comencé a tocar en la iglesia hasta hoy, que soy la organista oficial de Potes y la encargada de tocar el gran órgano de Santo Toribio de Liébana en las misas del peregrino», nos cuenta sin darse importancia.

TRABAJÓ, ESTUDIÓ Y REUNIÓ A SU FAMILIA

Su trabajo le ha costado, porque una vez convalidados sus títulos de música, esta mujer no dudó en matricularse en el Conservatorio Jesús de Monasterio para sacarse el grado profesional de Órgano, aunque para ello tuviera que atravesar el desfiladero de La Hermida varios días a la semana. Seguramente le parece un paseo después del camino que hizo desde Kiev. Algunos días traía a su madre que llegó a Potes tras quedarse viuda con 82 años. «A ella le gustaba venir a Santander, ver el mar y también  ver gente. Allí vivíamos en una ciudad de un millón de habitantes, en Leópolis, cerca de la frontera con Polonia, un referente cultural, educativo y científico del país. Esa, cuenta fue una de las razones para emigrar, «porque la gente de los pueblos no vivía tan mal ya que tenían campo y animales, pero en las ciudades la vida se puso imposible».

Mucho antes de reunirse con su madre, ella consiguió traer a sus hijos. Su hijo mayor llegó con 17 años y le costó más adaptarse. En Ucrania estaba en un internado especial para niños que tenían altas capacidades para la música  y le quedaba un año para terminar lo que equivale al instituto y también la carrera de oboísta, que le apasionaba. «La niña se integró  mejor. Siempre fue muy buena estudiante y cuando terminó bachillerato fue uno de los mejores expedientes de la región. Se fue a estudiar arquitectura a Valladolid y de ahí a hacer un máster a Barcelona. Después se presentó a una beca de investigación en Japón y tras dos años allí, ha prolongado su estancia para terminar el doctorado en el país nipón». Finalmente su hijo estudió informática, habla ruso, español, inglés, alemán y japonés y, a pesar de no tener títulos oficiales de música, es un virtuoso del del piano, del oboe, de la guitarra y de todo lo que se le ponga por delante.

Zoritsa ha cuidado niños, ha limpiado casas, ha trabajado en restaurantes, ha dado clases de música, ha aprendido español, se ha sacado el titulo profesional de órgano, ha cantado las marzas, ha dirigido unos cuantos coros y hasta se ha casado con un lebaniego. «Siempre trabajando mucho, bien y rápido para ganar dinero, porque iba construyendo aquí mi vida mientras seguía mandando dinero a mi familia».

Actualmente dirige varios coros de la región y da clases de música en Potes, entre otras ocupaciones. La pereza no entra en su vida. No tiene ningún problema en coger el coche y venir a Santander a escuchar un concierto o a ensayar con uno de sus coros. Tan pronto está tocando en una boda como planchando, estudiando piano, dando clases o vistiéndose de regional para participar en una actividad cultural. En Liébana es ya un referente en la enseñanza musical. Hace tiempo que perdió la cuenta sobre cuántos niños han pasado por sus clases.

SIEMPRE AGRADECIDA

Así que ahora, 21 años después de llegar, echa la vista atrás y dice que si que mereció la pena. Su idea inicial era volver en dos o tres años, cuando hubiese reunido dinero y con la esperanza de que la situación en su país hubiese mejorado, pero ahora ya Potes es su casa. Allí vive con su marido lebaniego y su madre y de allí han volado sus hijos cuando les ha llegado el momento. «No pensé que me iba a quedar, pero aquí estoy. Ahora veo a toda esa gente cruzando en pateras en busca de un mundo mejor, a todos los que mueren en el Mediterráneo huyendo de sus países y recuerdo que yo estuve también en una situación desesperada que me obligó a dejarlo todo. Otros compatriotas corrieron peor suerte y, tras abandonar Ucrania y dirigirse a destinos como Italia o Grecia, nunca más se supo de ellos. Sus familias no volvieron a tener noticias suyas. Seguramente nunca llegaron y se quedaron en el camino. No se sabe», nos cuenta.

«Lo que si quiero que digas porque es muy importante para mi, – me dice antes de despedirnos-  es que en mi camino siempre he encontrado gente buena. Doy muchas gracias a Dios por ello».

 

 

 

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