¿Te acuerdas hace un año cuando éramos jóvenes?

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Le parecía increíble que solo hubiera pasado un año, 12 meses, trescientos sesenta y tantos días con sus noches, eclipses  y conjunciones entre Júpiter y Saturno, como si quisieran echarse una mano cada 400 años y este año viniera “que ni al pelo” que dicen en mi pueblo. Hace un año… y la medida del tiempo se pierde en ese extraño reloj de arena donde hay granos que parecen montañas, acantilados o meteoritos lanzados sobre la superficie de tu lunar. Ese que no te has mirado porque los hospitales se han convertido en el lugar menos recomendable y todo parece haberse quedado suspendido en el vacío de la incertidumbre, pospuesto hasta que todo pase. Y aunque en el fondo sabemos que hay cosas que no pueden esperar, lo dejamos pasar, un poco por ese miedo inoculado que desde hace cuarenta y ocho semanas llevamos inyectado en las venas de la cotidianidad y que a veces se nos olvida. Ya se sabe, la costumbre es un extraño compañero de viaje que acaba por normalizar hasta la gangrena del pie, solo hasta que te lo tienen que amputar y entonces te das cuenta de que caminabas sobre las cenizas de un muerto. Mientras tanto hay quienes ha elegido bailar sobre sus tumbas y eso no hay Siniestro ni total, ni parcial, que lo entienda. Tal vez forme parte de ese absurdo esperando que la vacuna contra el totalitarismo del “Yo” llegue…Eso sería la (h)ostia en verso que dicen también en mi pueblo. Es que en mi pueblo somos mucho de “dichos”. Además siempre he creído que puedes encontrar poesía en los lugares más insospechados, incluso en las “(h)ostias”. Y tampoco está mal como vacuna, la poesía me refiero.

Total, que hace un año estabas sentada a una mesa con la inocencia de quien no sabe la que se le viene encima, algo así como esa esquina de la que habla Camí en una de sus citas:

“Cualquier hombre a la vuelta de la esquina puede experimentar la sensación de absurdo, porque todo es absurdo”.

Es ese momento en el que perdemos un control que nunca tuvimos, o se hace evidente de tal manera que hace tambalear todas las certidumbres con las que crecemos y nos colocamos en el mundo. Puede ser una enfermedad, una pérdida, o un viaje a Venecia, cualquiera de ellas u otras, en ese orden o no, varias en diferentes momentos de tu vida o solo una.  Y, de repente, algo en ti cambia y te hace consciente de que ya nada será igual, un punto de inflexión o, como decía el viejo del lugar, “a eso se le llama hacerse mayor” y no depende tanto de la edad; te puede llegar a los 15 a los 30, a los 60, o en el momento antes de morir. Sin saber qué momento es el adecuado para enfrentar algo así, probablemente ninguno. Tampoco sabemos a ciencia cierta lo que vendrá después. Quizás en parte dependa de nosotros, no lo sé, cuando se siente ese absurdo es complicado adivinar a donde nos llevará. Imagino que simplemente queda esperar, sin olvidar que no somos peces a la deriva y que en nosotros habita también el espíritu del salmón (por eso de ir contracorriente) si vienen mal dadas.

Hace un año por estas fechas… y, sin embargo, ahora todo se ha vuelto tan diferente. Ese momento de cambio, de punto de inflexión, de “hacerte mayor” ha pasado de ser algo personal a convertirse en un lugar común para todos, en un espacio compartido generando su propia identidad para un “yo colectivo” queramos o no. Y en ese hijo de la pandemia todes nos podemos ver representados de alguna manera: en sus miedos, en sus incertidumbres, precauciones, solidaridades, frivolidades, negaciones, banalizaciones, valentías, virtudes, miserias, compromisos e indiferencias, cobardías. En mayor o menor medida, en ese espacio compartido, todos hemos tomado tierra de lo que creíamos que éramos y lo que somos realmente. Y seguimos haciéndolo…

Y es que es curioso el tiempo y sus distancias; el mismo tiempo no es el mismo vestido de reloj en la muñeca de un recién nacido (sin importar la edad) a la de un condenado a muerte. El tiempo tiene sus preferencias, elige con quien le gusta pasar veloz y engarzado a sonrisa o tedioso y lento sometido a las cadenas del bostezo interminable. Ansioso, expectante, el mismo tiempo jugando en la calle perdiendo la noción de sí mismo, o el tiempo en la habitación de un hospital, tras una mascarilla. Son los mismos 12 meses, cuarenta y tantas semanas y trescientos sesenta y cuantos días. Y los balances son tan complicados que la romana del “de Pancho”, con la que pesábamos  el pescado cuando su furgoneta era el único supermercado que llegaba al pueblo y  llamaba a nuestras puertas una vez a la semana, por muy certera que fuera, dudo que pudiera aguantar el peso de tantas historias. Es como recordar ese día antes a que todo pasara. Y nos parece tan lejano porque no ha habido tregua desde entonces. ¿Te acuerdas hace  un año cuando éramos jóvenes?

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