El silencio del cárabo

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Los pueblos guardan la memoria de quienes en ellos vivieron. -Me refiero a los pueblos de vecinos, los de verdad, no a los inventados y construidos en torno a imaginarios sobrevenidos-. Como decía, la memoria de quienes vivieron en los pueblos sigue viva en las huellas que nos dejaron, en sus casas, en los prados donde llevaban las vacas, en los caminos por donde iban a buscarlas, en los árboles de donde recogían higos de la higuera, avellanas de los avellanos, manzanas del manzano o castañas de los castaños.

Así cada estación también les recordaba con su particular atuendo, el cuévano y lo que llevaban dentro, las botas de lona, las albarcas, las zapatillas de cáñamo, la camisa remangada hasta el codo,  abierta hasta el pecho, el pañuelo de cuatro puntas en la cabeza, los calcetines gordos, el abrigo, la boina, el chambergo que todo lo cubre para quitar el frío. Todas ellas aparecían vistiendo el recuerdo de quien un día las llevó puestas. Los regatos recuerdan sus pasos acelerados o cortos dependiendo de si ibas de paseo o corriendo tras el ganado, de si llovía y el caudal desbordaba o de si la seca solo hacía de ellos finos hilillos de agua surcando la tierra seca.

Los olores eran otras de sus prendas, el de la nieve, porque la nieve también huele, sabe y se siente a frío,  a manos heladas de recorrer el monte, a pies calados de agua por salir a por las yeguas que se habían quedado aisladas y darlas de comer. Tras la nieve la tierra con la hierba que la acompaña, la textura del milano y su mirada buscando donde hincar el pico, o de las bandadas de cuervos y buitres capaces de posarse todos en la era y dejarte sobrecogido por su presencia y por el batir de sus alas, de hasta dos metros estiradas sobre el aire. El mismo aire que baila, juega, empuja y zarandea a las aves frías, que deambulan en bandadas bajo las nubes de invierno. O del cárabo cuando, por la noche, rompe el silencio anunciando con su particular llamada la muerte de alguien que solo conoce quien lo escucha. O así lo decía mi vecina Nieves, que a ella la dijeron antes. Y así Ella forma parte también de esa huella que queda impresa en el tapiz de mi pueblo. Y en mí.

El tapiz va perdiendo con los años las presencias que lo habitaban. Poco a poco fueron desapareciendo. De ellas solo quedan sus casas vacías, algunas empiezan a mostrar las consecuencias del abandono, las vestiduras rasgadas del tiempo que no encuentra quien lo cuente. Y al pasar frente a ellas, si tienes edad suficiente, recuerdas lo que fueron, recuerdas  como sentían, recuerdas el humo de sus chimeneas, el sonido de los aperos de labranza, el dalle, la segadora, el tractor de madrugada, el sonido de las ordeñadoras o de los becerros destetados, recuerdas las huellas de quienes caminaron antes y las ves en quienes después llegaron. Recuerdas como eran cuando tú eras aún un crio  y recuerdas como envejecieron, recuerdas como solo quedó de ellos el recuerdo y luego el silencio del cárabo.

Y empiezas incluso a recordarte tú antes de que ya nadie te recuerde. Porque sientes que formas parte de los últimos sonidos, sabores, tactos, de las últimas huellas de una memoria convaleciente a quien nadie viene a ver. Y tras de ti no hay críos que visiten las cocinas de los vecinos y  entren sin llamar, no hay la llamada al perro rezagado que se hace el holgazán o que anda retozando  y no hace caso cuando le llamas. Nadie recuerda los “juramentos” que tapan los oídos de un dios que solo habita en las esquelas y en los bancos vacíos de una Iglesia sin Domingos, de un campanario sin cigüeñas. Y en la bolera no se escucha el repicar de los bolos, ni el resonar de las voces animando. No hay niños en la plaza, pero tampoco viejos.

Y al pasar frente a las casas te preguntan en cuantas cocinas aún se enciende la chapa, cuántos de ellos siguen ahí remolcando un tiempo que ya no les pertenece. Un tiempo que se fue a la ciudad porque necesitaba apurar el tiempo, sacarle hasta la última gota del minutero de una prisa que ahoga y que solo ve en ellos un “souvenir”. Que ni siquiera les ve  y donde “todo parecido con la realidad es pura coincidencia”.

Se vuelve tan difícil seguir las huellas cuando hace demasiado tiempo que pasó por ahí el último paisano. Y las casas, las cuadras, los árboles, los regatos, los bosques, lo bebederos, van olvidando quienes fueron porque no hay nadie que recuerde a quienes formaron parte de ellos. De las montañas, de los cuervos, de los corzos, de los helechos, de las zarzas, de los senderos, de los atajos que se cerraron porque el cemento acabó con ellos.

Los pueblos guardan la memoria de quienes en ellos vivieron. Pero si no queda nadie para vivirlos  es como si nunca existieron. Y solo quedará  “el silencio del cárabo”

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