Té y tiempo marroquí. Reflexiones sobre el Patriarcado

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Son las cinco y veinte de la tarde. El sol eclipsa cualquier movimiento humano; ahí sostenido en el cielo, el astro rey parece inaugurar continuamente el transcurso del día. En la calle todo circula con el mismo ritmo de anteayer. Ayer fue la copia de hoy y hoy la réplica del futuro. Es la monotonía que garantiza la conservación elemental de la vida. Desde mi silla, mi mesa y mi té con hierbabuena observo el mundo que se abre ante mí. Es octubre y el calor ha dejado de apretar en este pueblo del medio Atlas magrebí. Llevo dos semanas en Marruecos y creo que, desde el altar de esta cafetería, elevada del suelo por el que discurren el resto de los mortales, he empezado a entender algo (al menos en el sentido más revelador del término), sobre esto que hemos llamado patriarcado.

Tomo un sorbo de té, azucarado hasta tal punto que solo el intenso olor de las hojas de hierbabuena me recuerda que no todo es agua edulcorada. Los reflejos del sol traspasan mi vaso dejando destellos sobre la mesa aquí y allá. Me anima pensar que es la primera vez que me siento en la terraza de una cafetería en este país, en medio de un pueblo que podría ser la réplica del pueblo en el que nací hace 34 años. Yo, mujer, he ocupado un espacio en un espacio de hombres. No lo hago sola, voy acompañada de un hombre; el hombre que, a mi lado, también hace este particular viaje de regresión. Él es claramente extranjero, debidamente infiel y sensu stricto, un “rumí” para los autóctonos. Yo Karima soy de tez marroquí, de ojos norteafricanos; pertenezco a este mundo al que transgredo con mi presencia.

Sigo, seguimos dando ligeros sorbos al té ardiente. De vez en cuando hecho un vistazo a mi alrededor. Los hombres de las mesas contiguas han recuperado su estado de hipnosis producido por el devenir de la calle; trance interrumpido minutos antes por la llegada de mi compañero y yo. Al subir por las escaleras y entrar en el recinto, el camarero fijó su mirada sobre nosotros. Nos recibió con un gesto parsimonioso y sin sonrisa. “Atay” dije yo, exagerando mi acento autóctono, captando de esta forma todas las devotas miradas proyectadas en la sempiterna pantalla futbolística. Una vez fuera, mientras buscaba la comodidad de esa silla de metal, me di cuenta del privilegio de esa visión: los coches transitaban a golpe de bocina, los comercios abiertos de par en par mostraban sus mercancías multicolor, muchas especies, mucho plástico colgando de hilos invisibles, había chicos, juventud, hombres circulando, trajinando bolsas, dirigiendo sus narices al viento, se detenían a explorar el estado de las cosas (neumáticos, ropajes, carnes, cebollas, tecnologías digitales, gestos analógicos…), y mientras tanto, negociaban precios, rechazaban ofertas, aceptaban saludos, devolvían baraka. Eso era la calle; pasos, prisas, gritos, contoneos, risas, atropellos, olores. Desde luego la calle subministraba lo etéreo y lo sólido, lo místico y lo profano a unos niveles que borraban los límites entre ambos universos.

Y a todo esto, ¿dónde están las mujeres? Sí, claro, las mujeres están en la calle. Andan, caminan “desde” para ir “hacia”, siempre en algo, siempre con el camino puesto en el destino; una tienda, un recado, un colegio, una casa…Ellas atraviesan la calle, ellos la ocupan. Para ellas la terraza de las cafeterías son obstáculos que esquivar, tramos de virilidad que sostienen el juicio sobre “¿a dónde irá?”. Para ellos la cafetería es un bastión conquistado, un lugar desde el que interpretar al otro. Pero hoy, hay una terraza particular en la calle de este pueblo, una mujer ha ocupado una silla, una mujer ha transgredido el circuito continuo del espacio-tiempo patriarcal. Ellas me dedican una mirada esquiva, rápida, distinta a la de los hombres. Me identifican: soy como ellas, soy lo otro, pero las he traicionado desde mi púlpito.

Mientras los vapores del té obnubilan mi vista, una pregunta se hace clara: ¿quién somos nosotras dentro de este patriarcado? Este patriarcado estructural, que se instala de forma incisiva en los huesos de la sociedad, este patriarcado que arrastramos desde hace… milenios (¿tiene tiempo el patriarcado?), el único patriarcado conocido de forma universal, parece que lo estamos superando desde sus propias contradicciones (Hegel, ¡estarás encantado!). En cuestión de décadas estamos logrando desentrañar una telaraña que se ha extendido por la cultura, la sociedad, por la política, la educación, la religión y todo cuando hayamos erigido por encima de nuestra naturaleza. Toda manifestación humana sesgada por una relación de dominio y poder que se va desmembrando, exponiendo y dejando al descubierto sus exclusiones, sus maldades, sus macro y micro machismos.

A medida que estas ideas van apareciendo y desapareciendo en mi cabeza, una chica joven cruza sola la calle del pueblo. Todos los ojos se posan como aves rapaces sobre ella: su pelo negro recogido en un coletero, ondulando las ondas del aire espeso, viste unas mallas negras con líneas amarillas que surcan sus caderas y desembocan sinuosas en sus tobillos. Lleva una camiseta negra también, ajustada, abrupta, demoledora para…sí, ¿para quién? A ellos parece que se les eriza la piel cada vez que sus pies pequeños, ligeros avanzan en alguna dirección que no alcanzan a catalogar dentro de sus parámetros, “¿a dónde irá?”. Y ¿qué hay de nosotras? Nos desmonta el mito del recato, el mito del honor que nos redime con nuestra sexualidad insaciable. Su paso levanta iras, comentarios cruzados que buscan a sus progenitores culpables, risas también y deseo, mucho deseo.

Recordé entonces el hegemónico discurso de mi madre durante mi adolescencia. Se acabó jugar con niños, se acabó la bicicleta, llegaron los pantalones largos en verano, se extendieron las camisetas de manga corta y un poco más si era posible, mejor. Mi padre parecía un extra, un actor secundario, una voz deshilachada entre el poderío de ella. Con mi hermano era otra historia, su voz le solicitaba con dulzura, sus platos parecían salir de una cocina adyacente a la de las niñas. Cuantos mimos y cuidados, cuanta alegría al pronunciar su nombre de varón; ella se reconocía y era reconocida a través de su hijo, no de su marido. Con pocas dificultades me aventuré a volver sobre la idea del antropólogo Robin Fox: la madre y el hijo son la pareja primigenia sobre la que se sostiene todo lo demás. Parece sencillo: la madre encontrará en su hijo no solo la conexión íntima, también es su garantía para permanecer en virtud de su estatus de mujer-madre de varones.

Un esquema sencillo en el que el sexo es inviable, prohibido de raíz.  El incesto genera un rechazo profundo precisamente por romper algo clave en esta genuina relación madre-hijo: el papel del hombre en tanto que padre, protector y garante de la unidad familiar. No sería absurdo pensar que quien decretara la prohibición sobre el incesto fuera efectivamente un hombre. Apartado de ese amor amputado de antemano, solo le queda legislar para recuperarlo. Pero contrariamente a lo que pueda parecer, su ley contra el incesto no lo decreta ante la apabullante complicidad de su mujer con su hijo que le margina y le relega a un segundo plano, sino ante la impotencia de recrear esa complicidad con la mujer que de alguna forma también fue su madre. El padre hace ley, pone orden, pero para ello, antes, mucho antes, él debe retener la repugnancia que acarrea el incesto, pero… ¿de dónde le viene? Quizás de ella, tal vez de ambos. No debemos perder de vista que todo hombre proviene de esa unidad primera y sobre todo que una cosa es el hastío y otra la ley que lo regula. El patriarcado de repente parece menos consistente y es difícil decantarse por un lado de la balanza. Parece que hay una implicación mutua que anula las jerarquías. El té y el inconsciente siempre fueron de la mano para mí. Durante la carrera de Filosofía, estudié a Freud tomando té al estilo marroquí.

Pero bien, vuelvo sobre mi silla, mi mesa y mi Marruecos particular. La chica de las mallas negras desaparece por la empinada travesía. La sigo con la mirada, su sensualidad traspasa las fibras de la tela que se adhieren sobre su piel. ¿Para qué todo eso? Tal vez, quizás, pienso que todo forma parte del engranaje contra el incesto. El varón, me digo, necesitará de otras féminas porque su madre le está prohibida. ¿Será este el origen de la relación entre sexo y violencia? Entiendo que renunciar no es fácil, sobre todo cuando no logras comprender el motivo ulterior de esa renuncia. La paradoja es que, para intentar dar una respuesta al sostén de este patriarcado reconocido, no he podido evitar hablar de la primera y brutal amputación sexual que sufren a la vez la mujer y el varón (tal vez sea de las pocas cosas que sufrimos por igual): la prohibición clara, taxativa, bajo pena y sanción del ilegítimo sexo entre madre e hijo. La madre fue niña, tuvo que aprenderlo, el hijo es niño, debe de aprenderlo.

Parece absurdo pensar que algo tan viejo como el patriarcado se esté desmontando en unas décadas. ¿Cómo es posible? Es posible porque el Patriarcado como sistema categórico no existe y esto es lo mejor que le puede pasar al relato patriarcal porque garantiza su superación en poco tiempo. No es por optimismo que auguro esto, sino porque al carecer de estatus teórico, al desintegrar su temporalidad, sale a flote su propio origen: el dolor y el placer más grandes de la humanidad en virtud de los cuales traspasamos las contradicciones. No son ellos, ni siquiera ellas los agentes del patriarcado; digo que el patriarcado es impersonal y anticategórico por definición y es aquí donde reside la clave de su superación.

Apuro mi té, frío ahora, sin apenas rayos de sol que aviven el vaso de color verde. Dirijo mi mirada hacia los murmullos subidos de decibelios. La chica de las mallas negras ha dejado cierto revuelo, pero pronto quedará sustituido por la vulgar urgencia de la vida que no requiere de abstracciones. “¿A dónde irá?”.  Nos levantamos, dejamos unos dirhams sobre la mesa y seguimos con nuestro viaje. Tal vez encuentre respuestas en los días que están por transcurrir.

 

 

 

 

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