Viaje inverso: de España a Marruecos

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Bajo la ventanilla. Una mezcla de mar, de gasolina, de descomposición invade la furgoneta en la que yo y mi pareja llevamos diez días metidos, recorriendo de norte a sur este país que ha atravesado mi vida como esa carretera que surcábamos boquiabiertos. Marruecos se adentraba por nuestras fosas nasales, quedaba grabado en nuestra retina como un eterno fotograma sostenido en la memoria de todos los futuros. Habíamos hecho el camino inverso que la juventud marroquí – al menos la que yo he conocido – deseaba hacer: de Europa a África. “Marruecos, sí, aquí podría vivir el mundo entero, pero…no sabemos de democracia, de política, de economía”, tantos años escuchando a mi padre con esta retahíla. Lo veo, lo vivo, lo siento en el ambiente; a cada tramo de carretera, a cada paso que damos por las Medinas, por los callejones sin acera, a cada semáforo en rojo asediado por la juventud, por la infancia que alarga la mano. Que pide al europeo, al que tiene algo que dar. Me repito para mis adentros que este es mi país, pero los kilómetros y kilómetros de mediana que separan los carriles de esa autopista me devuelven una imagen en la que no me reconozco: una amalgama de escombros y basuras que configuran un paisaje que irrumpe en un espacio ajeno al orden, un no-lugar habitado por personas que recorren la mediana como si de una acera o puente se tratara, un paso espontáneo para los cambios de sentido que de repente irrumpen la marcha habitual. ¿Dónde está mi país? ¿Debajo de ese caos? Un grupo de jóvenes hurga en las bolsas negras, desgarradas como tripas abiertas al cielo. La velocidad a la que vamos me impide ver sus rostros que se difuminan como el viento.

Vuelvo la mirada al frente y de repente Casablanca empieza a tomar forma en el horizonte de forma más sólida, mientras la mediana va desapareciendo y con ella el mundo que la acoge. Nuestra marcha aminora. Los semáforos nos van atrapando, bocinas que suenan intuyendo el inminente verde para arrancar. A esta velocidad, algunos ojos nos observan. Son indiscretos. Pero no importa en una ciudad dónde el rey, expuesto en el altar de los carteles publicitarios a escala monárquica, nos mira imponente, sentado en su sillón rojo intenso y con la bandera asomando por arriba como un aura abrumadora. Recuerda que tienes una bandera y un rey. Trato de entender por qué a los súbditos del Reino Alauí les gusta tener a su rey exhibido como un chuletón de oferta. ¿Mirará alguien esos carteles? ¿Serán imágenes estratégicamente ubicadas para que queden grabadas en el inconsciente colectivo de este país? Creo que es mucho más sencillo.

Frenamos de nuevo y un grupo de adolescentes se acerca a nuestra furgoneta. Los vimos venir desde hacia unos segundos. Mi pareja los mira a los ojos y ellos se asoman sin ningún pudor por la ventanilla. Meten sus cabezas, sus brazos, su olor, su asombro y, sobre todo, su deseo exaltante, joven, fuerte, imponente… El miedo personificado de esta Europa que envejece a pasos de gigante. Son, dicen, de Camerún. Sueltan risas de liberación y hablan un francés que debemos descifrar con rapidez, mientras algunos señalan nuestra cama trasera. Me miran todos, atravesando al molesto conductor que se interpone entre ellos y la mujer (yo) a la que confiesan emocionados que van a buscar a Europa. “Sí, amigo, voy a buscar una mujer como la tuya” suelta uno en un español digno de RAE. Sonrío, no puedo evitarlo, porqué es la verdad más pura que puede salir de sus bocas. Alargan la mano a ver si les cae algo. El semáforo se pone en verde y las bocinas nos empujan insistentes. Les deseamos lo mejor y por encima de todo “bon voyage!”.

Seguimos cerca del mar, al lado del Boulevard Sidi Mohammed Ben Abdallah, donde se alza imponente la Mezquita Hassan II que hasta 2019 ostentaba el título de mezquita más grande del mundo y de minarete más alto, por supuesto dejando al margen la mezquita de La Meca (los argelinos se hicieron con el galardón…). El paseo está a rebosar de gente, hay una mezcla difícil de desentramar: familias, jóvenes, ancianos, turistas, niños, vendedores, policías de uniforme y de paisano también… Pienso en la mediana de la autopista, en los chicos del semáforo, en ese mundo desmesurado de imágenes reales que publicitan a un rey siempre presente y siempre ausente. Presente en el pequeño mundo de cada uno de sus súbditos, único tesoro digno de proteger, de sostener, de mantener en el tiempo eterno concedido al apellido Alauí que brilla todo el exceso del que carece su pueblo. Ausente en la grandeza de sus innumerables palacios repartidos por todo su país, monumentos vacíos de rey, espacios que solo recrean la imperturbabilidad de una sociedad que se cree imposibilitada de democracia. Qué brutalidad de poder… y, sin embargo, el amor al rey es un sucedáneo del amor por uno mismo. Nada es Mohamed VI sin la suma de cada miseria, de cada bolsa negra manoseada en la mediana de la autopista, sin el pobre que es más pobre que tú y que viene de un color lejano al tuyo, sin la consigna de “los marroquíes no sabemos de democracia” que mi padre se repetía como una letanía. La realeza sostenida sobre la infelicidad de cada ser humano que pretende ser feliz, pensarán quizás que el rey si lo es, con sus palacios y su Gran Mezquita. ¿Cómo dejar de soñar? Soñando a través de otro.

La Gran Mezquita cabe en el retrovisor. De repente, ahí encogida me da la impresión de que es un juguete que todavía no se ha quedado lo suficientemente viejo para este país como para relegarlo y empezar a jugar a otros juegos con otras reglas, con otras metas. Las calles empiezan a oler a cloaca. Un hedor se cuela en la furgoneta por mucho que subamos las ventanillas. Un grupo de jóvenes, chicos y chicas, miran hacia el horizonte sentados en un banco. Los miro, quiero retener esa imagen, quiero encontrarme en ella…pero es difícil, al fin y al cabo, yo soy extranjera en mi país, no tengo rey y Mohamed VI es un plebeyo más para mí. Sus fantasías no son las mías y trato de soñar a través de mi memoria y de mis posibilidades.

Semanas más tarde, embarcábamos en el ferry que revertía el viaje inverso. Fui a buscarme a mí misma en ese país y de alguna forma esa era la fuerza con la que cualquier migrante se mueve. Quiero pensar que en cada persona migrante existe un ímpetu de búsqueda propio del poeta, del artista, del investigador que ama la vida por encima de todo. En el ferry con las compuertas cerradas y a punto de zarpar presenciamos esa fuerza que tantos quebraderos de cabeza trae a Europa. Desde la azotea y observando la noche de Melilla, apreció el espectáculo a toda luz de la policía nacional: unos chicos habían logrado encaramarse en los huecos de la compuerta dispuestos a pasar en esos rectángulos de hierro verde, las siete horas que duraba la travesía. Estábamos a finales de octubre y una brisa fresca nos golpeaba la cara con insistencia. De repente, dos pesos cayeron al agua. Entre la curiosidad y el alboroto, aparecieron de repente los dos chicos sobre tierra firma, con la ropa chorreando y la policía detrás de ellos, indicándoles amablemente la salida. Se abrazaban y miraban hacia el ferry, mientras alzaban el índice y el anular en señal de victoria. Quizás hoy no, pero mañana tal vez, ¿por qué no?.

 

 

 

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