La señora de los gatos

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Esta es una de esas historias que se cuenta desde la geografía de lo cotidiano, una geografía familiar que, aunque no la hayas visitado físicamente sabes que has estado allí.

Era subir por la cuesta del Hospital, en el centro de Santander, justo donde está ubicado el Espacio Joven, y encontrarte con ella. Su cuerpo un poco encorvado, quizás porque la vida y los años pesan y ya no está una como para hacer grandes esfuerzos, la recuerdo hablando con una vecina y mirarme de soslayo con sonrisa amable, de esas que te invitan a formar parte.

Desde ese lugar que os hablo no necesitas conocer a alguien para sentirle cerca, es porque ella recorre todo el camino que os separa, lo hace tan fácil que lo raro sería no responder a esa hospitalidad de compartir algunos de los lugares comunes por donde nos movemos día a día y por los que, demasiadas veces, pasamos sin mirar. ¿Sabes cuando ves niñez en un rostro lleno de arrugas? Quiero decir, seguro que ya me has entendido, más allá de su aspecto, sus canas, el peso de las ojeras lleno de bolsas quizás para guardar en ellas las lágrimas, o para llevarlas encima,(nunca se sabe cuándo harán falta). Y aun así mantiene ese resquicio de infancia insumisa que aún reclama ese más allá de aprender a vivir en el día a día. Ese mirar sin miedo al después, ese soñar un poco. Y ese pedazo de sueño se muestra como lasca de cristal clavada en una retina y es capaz de reflectar el universo en una lata de sardinas. Sin hacerle concesiones al dolor. Así, a pura vida. En esa parte del cuadro que casi nadie mira y que solo ella ve. Una mirada por la que parece haber pasado más de una vida, pero que no se reconoce en los años del carnet.

Creo que solo he visto una mirada así en mi abuela Blanca, o en “Ciuco”, mi vecino. Es esa mirada de niño que se asoma a ver que hay, a ver si está todo donde lo dejó. Cuando la vida está del revés y solo se recuerda el olvido. Pero ella no: es como si hubiera hecho el viaje y vivido para recordarlo. Y de sus ojos se desprendía esa sonrisa prudente que siempre deja la puerta abierta: ¿Qué tal hoy “hijuco”? Me dijo como si fuera el día siguiente de muchos días coincidiendo en el mismo lugar, a la misma hora. Imposible negarte a formar parte de su calendario de encuentros, de su onomástica de saludos. Yo aquí, echando de comer a estos gatucos, los mi pobres, si no les echo yo, ¿qué van a comer? Mira, mira, como saben que les traigo algo, los muy lumios, no saben nada… Y uno a uno los gatos iban llegando en un ritual de ronroneos y lomos levantados buscando roce, un poco erizados para hacerse notar. Y ella parecía conocerlos a todos. Y todos parecían reconocerle a ella.

En una esquina del muro levantado tras el derrumbe del edificio que provocó la muerte de varios vecinos, se levanta un solar abandonado donde transitan los gatos que se cuelan por la chapa que queda levantada. o por alguno de los huecos. Y Ella no dejaba ni un día de acercarse a darles de comer. Envuelta, a veces en una bata, con sus zapatillas de andar por casa y esa humanidad que podría andar por donde quisiera sin perder un ápice de dignidad. Quizás por eso nadie nunca le dijo nada cuando pedía unos periódicos. Cuando te la encontrabas a la puerta de su casa y te paraba para contarte historias de sus gatos mezcladas con historias de su vida, de dónde andará este, o que habrá sido del gato pardo aquel. Pero tras ella, a diferencia de la novela de Giusseppe Tomasi di Lampedusa o la película de Visconti donde se decía que “algo cambia para que todo siga igual”, tras ella algo cambió y ya nada ha sido igual.

Hoy al comentarme Paqui que una joven había preguntado si podía coger los periódicos, me ha recordado que antes se los pedía ella. Y la he recordado de nuevo. La verdad, es que la Pandemia ha conseguido que normalicemos la ausencia dejándonos de preguntar que habrá sido de…o dando por sentado que detrás de una ausencia hay un la volveré a ver; que tras la Pandemia nos encontraríamos todo (y a todos) en el lugar donde lo habíamos dejado.

Murió, creo que en Marzo me dice Paqui…Nunca nos preguntamos el nombre, ni nos presentamos formalmente pero, aunque pasara tiempo entre un encuentro y otro, siempre me reconocía como si fuera el día siguiente preguntándome ¿Qué tal hijuco? Y a mí se me colocaba un poco mejor el día, y un poco mejor la vida.

Los gatos ya no están. Quizás ella tenía razón. Es curioso como hay personas que forman parte de ese paisaje de lo cotidiano en el que se construye tu día a día y cuando faltan sucede ese algo que hace que ya nada sea igual.

Descansa en paz, Ana. Te echaremos de menos.

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