1 año…698 páginas

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Me inicié en la obra de Fernando Aramburu hace 20 años, con la lectura de “El artista y su cadáver”, a cuyas páginas vuelvo, hasta hoy, de vez en cuando, por cuanto tengo para mí que es “la escritura de una poética de la vida cotidiana, expresada por un poeta, que prefirió no serlo”, como escribí en este mismo periódico, cuando comenté, según mi lectura, “Patria”, esa novela tan sobrevalorada, que puso un precio -alto- a la obra de su autor, pues, además, parece que en ella encontró su voz propia, por más que a mis sentido y sensibilidad le suene mejor cuando oigo la que, al parecer, él estaba buscando desde “El artista y su cadáver”.

Tras “Patria”, la editorial que la publicó, Tusquets, ha publicado la última novela de Fernando Aramburu, “Los vencejos”, título que nombra a esa especie de aves migratorias, que se van un día y vuelven un año después, metáfora de ese año, que se concede el personaje principal de la novela para escribir los avatares de su vida, antes de irse, pero para no volver…o sí…o para quedarse. Dedica un año a ir dejando constancia de un recuerdo cada día. Recuerdos en los que concurren otros personajes, que se fueron incorporando a su vida, de la que unos se fueron alejando; desaparecieron, otros; algunos permanecen, sin que falten quienes, idos, volvieron. Como los vencejos.

La vida del personaje principal, Toni, que se narra a sí mismo, la constituye un entramado de relaciones, de las que el autor ofrece al lector, antes de que inicie la lectura, un croquis, una especie de tela de araña, en la que los nombres de quienes han compartido, y comparten, la peripecia vital de Toni le tejen, quedando él, araña acosada, atrapado en ella, y de la que tiene decido salir -o no-, así como el modo de hacerlo. Una salida, si no airosa, al menos sí con la dignidad, que le menoscabaron la mayor parte de los moscones que tejieron su tela de araña existencial.

Fernando Aramburu ha concebido y ha dado vida literaria a un personaje, como tantos que deambulan intelectual y emocionalmente desconcertados por calles, plazas y jardines de pueblos y ciudades, y quizá sea ese su mayor atractivo para tantos lectores.

Un personaje en el que los amagos de grandeza alternan con ramalazos de mezquindad; en el que el escepticismo se compadece con alguna suerte de certeza pasajera; en el que la frivolidad convive con indicios de mesura; en el que la amistad abre espacios al recelo; en el que el amor se degenera en odio, cuando no en indiferencia, sin pasar por el desamor; en el que su cinismo es comparable con su hipocresía…un personaje, que acaba compartiendo su intimidad con un animal y un juguete, pues los seres humanos que le cayeron en suerte le llevaron a tomar la decisión que tomó, como si de un vencejo con las alas rotas se tratara: la familia de origen, fracasada; la familia adquirida, fracasada; los amigos, y sus oscuros recovecos personales; los compañeros de trabajo en un instituto, donde enseña filosofía, ajenos; los filósofos y sus ideas, que de tan poco le sirven, y sobre los que dispara baterías de improperios…labraron los surcos, en los que sembró la semilla de su rendición con un remedo de venganza.

Que Tino tomara la decisión de ir haciendo un relato de su vida, en base a recuerdos, día a día, a lo largo de un año, permite al autor volver a los modos narrativos ya practicados en “Patria”. Fernando Aramburu es escritor de distancias cortas, ligeras y, a la vez ,intensas, y cuando cada carrera tiene los puntos de salida y de llegada, su escritura, en fondo y forma, habla con voz propia. Pero, cuando las toma como etapas de una novela de fondo, como es el caso de “Los vencejos” -también de “Patria”-, entonces produce el cansancio temprano del lector -de este lector-, que se ha propuesto correr a su lado. Y ello es así, porque en el camino se encuentra con semblanzas de los personajes, que se repiten una y otra vez con los mismos adjetivos, como si el lector no se hubiera enterado a la primera de cómo son y actúan.

Ocurre lo mismo con la crónica de las situaciones, en las que se las ve con los personajes que se relaciona, de modo que cada uno de los muchos encuentros y las muchas cervezas compartidas con sus pocos amigos -2-, o en las reuniones con sus familias, la propia y la ajena, son tan semejantes, que parecen solo una. O, cuando en un determinado día, el recuerdo conlleva un acontecimiento relevante en el devenir de los días en España, que quedan constatados con poco más desarrollo -ninguno, en algunos- que si tratados en una tertulia de radio o televisión.

Que maneje los tiempos, desplazando lo narrado un día determinado de esa especie de diario o memorias, al día del recuerdo, con la seguridad de que el lector no se va a despistar; o que la escritura y, por ende, la lectura, sea ágil y salpicada de una ironía distanciadora, a ratos rayana en el sarcasmo, y de un humor de sonrisa hacia dentro, que son marca de la factoría Aramburu, son la prueba de su dominio del oficio. Y que recorran el textos dos señuelos, que no voy a revelar: uno explícito que sobrevuela el relato, como si fueran vencejos, que anidan en él; y otro subyacente en las expectativas del lector en cuanto a la decisión tomada por Toni, son recursos para mantener su atención, la del lector, hasta la última página. Otro alarde del oficio.

Total: 1 año, 12 meses, 52 semanas, 365 días…697 más 1 páginas. Cuando Fernando Aramburu publique una nueva obra, y una vez leídas las elogiosas opiniones de afamados críticos nacionales y foráneos, no sé si optaré por leerla, o por volver a los recorridos cortos de “El artista y su cadáver” -93 breves textos en 172 páginas, de las que no sobra ninguna.

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