Más que un juego

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El filósofo Ortega y Gasset entiende la vida como drama, cuyo argumento es lo que hacemos y lo que nos pasa, teniendo conciencia de ello. No la vida en abstracto, claro, sino la vida de cada quien, única e irrepetible, por más que se parezca a tantas otras. Pero, ¿teniendo siempre conciencia de todo lo que nos pasa y de todo lo que hacemos?

Tengo para mí que cada quien puede constatar en su vida que no todo responde a una decisión propiamente propia, lo que afecta a la toma de conciencia, y que mucho de lo que le pasa no sabe muy bien de por dónde le viene dado. Si esto es así, tener conciencia de lo que hacemos y de lo que nos pasa, no pasa de ser un darse cuenta, sobre todo cuando ya lo hemos hecho y ya nos ha pasado. Es decir, en el existente humano, excepto en los que cargan con la condición de héroes, a ser posible trágicos, el Destino, con alguna frecuencia invocado, no es sino la suma de azares, que trenzan el drama -la vida- de cada quien.

Y, si no, que lo digan los personajes, que viven su drama en la obra de teatro “Yo, nunca… que, escrita por Pablo Escobedo, también la interpreta con Mariu Ruiz y Cristina Lorenzo, dirigido el montaje por Sandro Cordero, y que se representó, en primicia, el día 4 de noviembre en la sala Contigo Tres Teatro.

He tenido la oportunidad y la satisfacción, de asistir a tres funciones escritas e interpretadas por Pablo Escobedo: un monólogo -“La investidura- en la que parodia, entre la realidad y la ficción, entre la broma cargada de seriedad y la seriedad que induce a la sonrisa, la preparación del discurso de un candidato, que puede ser cualquier candidato; un diálogo -“Blanco roto”-, en torno a la memoria histórica, a partir de un hecho documentado en una población de Cantabria; y el pasado día 4 a un “triánlogo”, en el que tres personajes (ex)ponen en escena un entramado de relaciones personales, que delatan las proporciones de azar y de necesidad, es decir de imprevistos y de decisiones que han concurrido a dar forma al destino , siempre provisional, de cada uno, por separado, y de la relación de los tres.

“Yo, nunca…” es una obra no exenta de alguna complejidad formal, que Pablo Escobedo ha resuelto con un espléndido texto, en el que, no solo certifica su virtuosismo en el uso del lenguaje, con el que pasa de momentos jocosos, cuando no delirantes, a momentos de honda gravedad existencial, articulando las sucesivas y alternantes situaciones escénicas con el preciso tono que requieren, llevando al espectador de la risa desinhibida de la comedia al gesto expectante del drama.

Lenguaje y situaciones que Mariu Ruiz, Cristina Lorenzo y el mismo Pablo Escobedo dicen y ponen sobre el escenario con unas interpretaciones, que se ajustan estrictamente, sin que ello suponga rigidez alguna, a la condición humana de sus personajes, textualmente definidos sin lugar a equívocos, como declaran sus nombres: Lucía -Cristina Lorenzo-, portadora de luz, de desenfado, de alegría, por más que haya llegado a ella por el dolor, como se dice en el verso de un soneto de José Hierro; Sofía -Mariu-. profesora, investigadora, escritora, aparentemente en las antípodas intelectuales y emocionales de Lucía, pero no tan distintas, sino incluso complementarias, como se dicen a sí mismas en privado para todo el público.

Dos personalidades, a las que Cristina y Mariu saben dotar de todos los matices de sus caracteres y sus temperamentos: frivolidad de Lucía, más aparente que real, junto a real formalidad de Sofía, sin asomo de apariencia, que las actrices encarnan con la seguridad de que hacen creíbles a sus personajes, tanto en el decir como en el hacer.

Y con ellas, Adán -Pablo-, víctima de un sentimiento de culpa, que le impele a irse antes de que le echen, que del mismo Paraíso fuera, pero que también puede ser víctima de momentos de euforia tan desenfrenada, como hilarante, que no acaban bien, drama y comedia, combinación teatral, reunida en un actor que la resuelve con la misma soltura interpretativa.

Y todo ello -texto, situaciones, relaciones, interpretaciones- articulado por Sandro Cordero, con una puesta en escena, en la que la comedia se compadece con el drama, unidos por un hecho trágico.

El director imprime un ritmo a la representación, por el que los tiempos y los tonos observan las debidas cadencias que las emociones que toman la escena requieren, sabedor de que el camino más corto entre la comedia y la tragedia es la vida, que es drama. Se me antoja que Sandro Cordero dirige la función como si de un concierto de cámara se tratara, en el que, bien afinados y colocados los instrumentos, las músicas y las voces suenan de acuerdo con la partitura, y el resultado es una representación de momentos distintos, que mantienen un ajustado equilibrio.

Hasta aquí no he hecho, sino exponer mis impresiones como espectador, sin desvelar de qué va la función. No suelo hacerlo, y menos aún lo voy a hacer con “Yo, nunca…”, los espectadores tienen derecho a albergar sus expectativas, así como a ser sorprendidos. Pero sí voy a dar algunas claves, a sabiendas de que otros espectadores encontrarán otras: una fiesta -¿una más?- de Nochevieja; una presentación de libro; un reencuentro; un cruce de miradas, que cambia el sentido, el tono y el ritmo, por más que, fugaz y forzadamente, se quiera recuperar los festivos; un accidente trágico; un decisión -¿acertada?; un trasplante de órgano; una encerrona…conjunto de hechos que fluyen y confluyen en la representación.

Ah, y un juego, de esos, llamados de salón o de sociedad, de esos, en los que la verdad y la simulación coquetean entre si. De esos, que tienen sus consecuencias…

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