Europa, el rapto de la princesa fenicia y otros cuentos racistas

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Hace dos semanas que asisto poco sorprendida a los derroteros que ha tomado un conflicto que lleva gestándose desde hace años en el este de Europa. Es la secuela de una vieja película fría sin final. Una ficción hecha de atávicas fantasías, que todavía no hemos digerido, porque ya no tenemos la paciencia de aguantar el tostón empalagoso de nuestra propia historia. No obstante, hemos logrado hacer nuestro el drama televisivo, hemos integrado en nuestras células el dolor de las familias en guerra, de los niños sufriendo, viajando solos de acá para allá mientras aprenden la nueva asignatura de la huida.
Me pregunto cuándo y cómo, esta guerra, especialmente esta, se ha convertido en algo íntimo y familiar, en qué momento le hemos hecho un hueco en el sofá de nuestro pequeño piso burgués. Y, sobre todo, por qué con tanta facilidad, sin apenas tiempo para el impúdico miedo a la ola de refugiados que siempre desata un conflicto de estas envergaduras. Intento trazar una línea de contención a los relatos racistas que hay detrás de toda esta fuerza que nos mueve a ser solidarios con el pueblo ucraniano. Trato de mantenerlo a la vista, pero con la suficiente distancia como para que afloren otras fuerzas que se nos escapan con tanto marketing bélico. Como no soy analista política, pero sí poeta del lenguaje, voy a escribir sobre como la guerra es una oportunidad en la que perdemos siempre.

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La guerra de Ucrania me recuerda a un mito conocido. El de la princesa fenicia recogiendo flores cerca del mar, secuestrada por el Dios eslavo camuflado bajo la máscara de un toro blanco. Recordarás que esta princesa fenicia tenía el harmónico nombre de Europa. Suena bien en la boca E U R O P A. Evoca un tiempo sagrado del que hemos huido como cucarachas asfixiadas por el gas venenoso. No hace falta explicar todos los detalles (en realidad no hay mucho más que contar), ya nos conocemos el argumento, aunque hayamos olvidado la Historia. Si no lo conoces no te preocupes, no te voy a estropear el final de este refrito clásico. No, aquí te voy a despedazar el making off, el cómo se hizo este rapto del que Europa no logra salir.

Del toro eslavo nos interesan sus entrañas, igual que de la princesa sus pedos a col fermentada. La antítesis de la belleza que por eso mismo es belleza, el no a la guerra que por eso mismo es guerra. De esta princesa no sabíamos nada (en realidad era una actriz extra), hasta que un Dios camuflado en animal bovino la raptó mientras brincaba de inocencia entre pétalos y mariposas. Quisimos verla así, sin darnos cuenta de que sus saltitos se debían a las ventosidades que soltaba por la puerta de atrás. Pero ¡cómo confesar que las princesas sueltan pestes! No, ahora es nuestra princesa, nuestra princesa raptada, carne de nuestra carne en manos de un Toro salido. Dicen que se la llevó a una isla que empieza por C (¿o era una península?). No lo sabemos a ciencia cierta, pero no importa, porque a nuestra princesa ¿Quién le peinará su larga melena?, ¿Quién la abrigará cuando haga frío?, ¿Quién le dará su sopa de mediodía?

Ucrania es la actriz segundona que solo ha devenido la princesa Europa en cuanto el malo de la película le ha puesto las pezuñas encima. Esta princesa de piel amapola que nos vuelve a dar motivos de compasión. Por fin tenemos un escenario idóneo para sacar toda la artillería emocional que esta pandemia ha mantenido en cuarentena. Somos espectadores fáciles de cautivar. Porque la neblina que se interpone entre nuestros ojos y la realidad no nos deja ver la tramoya de palos de escoba que sostiene todo el tinglado. Esta princesa, ignorada, que olía a pepinillos rancios hasta hace bien poco, ahora se nos antoja como la extensión misma de nuestra uña, el apéndice que quiere convertirse en intestino útil. Creo que es una de esas situaciones en las que el personaje ha engullido a la actriz: Ucrania es más unióneuropeista que nunca, es más otanista que antes de ayer y me parece ver en ello una brutal necesidad de Europa por venderla como nuestro pan de cada día. ¿Cómo no vamos a aceptar los millones de refugiados en nuestras fronteras? El discurso racial de abrirles las puertas por su tez clara está al servicio de una clara estrategia energética que vemos a medias o se nos escapa en su totalidad.

Por supuesto, en este mundo de paletas (y paletos) de colores, hay otras princesas secuestradas, otras ninfas capturadas mientras se distraían en su felicidad tercermundista. Son princesas de piel oscura, de carne seca, de ojos negros. Pero estas no son nuestras, no podemos apreciarlas por igual. Sus pedos son demasiado sonoros, demasiado obvios para las narices finas. Y algo claro: no necesitamos acogerlas para ejercer algún dominio sobre sus recursos-instalaciones energéticas. No hace falta.

Sospecho que a estas princesas nunca las hemos querido del todo. Aunque un toro blanco las haya raptado a una isla secreta, aunque se las haya llevado a los confines del mundo. No son una de las nuestras, porque su rapto no nos beneficia, no nos merece un despliegue de fuerzas, su secuestro no nos conmueve y si lo hace, será por un prudencial intervalo de tiempo, el que hay entre anuncio y anuncio. Lo justo para decir “pobres negros, pobres sirios, pobres menas, pobre princesa de tripas vacías”. Su drama no es nuestra drama porque su cuerpo no es nuestro cuerpo. Sus células ajenas no pueden protagonizar nada en el celuloide, pueden rellenar la pausa para ir al baño, porque hasta el banal filme de la princesa fenicia necesita un descanso de vez en cuando. Todo esto pensamos que tiene que ver con la inhumanidad, pero no, no pertenece a este género de cosas. Es más bien una mezcla de carne y cálculos lo que mueve la identificación con unos y la ajenidad con los otros y esto me huele a humanidad, es decir, algo que ocurre sea cual sea tu Pantone de piel.

Si bien toda violencia es atroz, somos capaces de diferenciar entre un cuerpo que sufre de forma legítima y un cuerpo del otro, al que el dolor y la muerte violenta le son connaturales. Hemos construido un relato del que tiene derecho a huir y del que tiene la obligación de soportar la brutalidad. Y en ello hay algo tan visceral que asusta de lo sencillo que es: hay cuerpos que aprehendemos como nuestros y por ello admitimos su queja y su sollozo, hay cuerpos que, por ser ajenos, no pueden pertenecernos y esto significa, que sus lágrimas restan detrás de una frontera. La única marca visible de esta diferencia es el color de la piel, pero el color oculta esta necesidad de esconder lo que cuesta admitir, a saber, que la identificación (o no) con el otro es sobre todo una cuestión racial. Esta aproximación o lejanía con la carne se entreteje con un claro interés calculado de que este conflicto que asola el este del continente sea sobre todo un asunto nuestro (léase aquí de la UE, de la OTAN), y como todos sabemos, Europa es una princesa fenicia de piel blanca y turgente.

 

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