Te guardo el sitio

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“Guárdame sitio, ¿vale?” Era esa frase a la que quedabas vinculado y que te convertía en depositario de una confianza que, en ese momento, lo significaba todo. Los últimos minutos del reloj de pared colgado junto a la pizarra eran como el repique de una campana: 60 segundos, sesenta repiques de campana que, por esas cosas de la subjetividad del tiempo, cuando llegaban al último minuto se hacían interminables. Cada golpe del segundero te retumbaba en la cabeza. Eras capaz de secuenciar en fotogramas el vuelo de una mosca, escuchar el sonido de sus patas frotándose sobre la ventana. Tus sentidos se potenciaban hasta nivel super héroe. Todo tu universo concentrado en tic-tac. En ese momento no existía nada mas. Un poco exagerado quizás, pero es que hay edades (que no tienen porqué tener que ver con los años) donde las cosas se viven con esa intensidad del “todo o nada”. Un “todo o nada” que se repite tantas veces como experiencias que sientes únicas, aunque se repitan cada día. Por cierto, es increíble como hay épocas, momentos de tu vida, en lo que todos lo vives así. Cuando el valor del instante significa  eternidad o la eternidad se vive a cada instante. Luego, es como si esa sensación quisiera diluirse, o perder esa pureza, esa potencia que lo concentra todo en un “aquí y ahora”. Toda la atención puesta en ese momento. Si lo piensas detenidamente, es pura alquimia.

Por supuesto, la mesa estaba limpia, con el trampantojo de la hoja y el lápiz colocados estratégicamente para disimular por si la profesora te miraba. Aunque, ahora que lo piensas, tal vez ella era un poco como tú y, a su manera, estaba haciendo lo mismo.

Con la mochila preparada y todo guardado, y recogido hace ya tiempo, hasta el golpeo de la tiza sonaba a despedida. Un “hasta la vista” que se quedaba en vis-… porque ya solo escuchabas en tu cabeza el sonido de “salir corriendo”, consciente de que lo único que importaba era llegar lo antes posible al autobús. Todo lo que ocurría o existía, desde la puerta de clase hasta la parada, lo recuerdas como una nebulosa envuelta en gritos, tropiezos, saludos apresurados, mochilas danzando y alguna que otra caída de la que, por suerte, nadie salía mal parado, por lo menos que tú recuerdes. Pero, como decía, esa parte no la tenías muy clara. Así, que lo mismo alguien se habría descalabrado y tú no te habrías ni enterado. Tu cabeza solo podía pensar en ese “guárdeme sitio” donde te jugabas mucho mas que la vida; te jugabas la amistad. Y con eso, poca broma.

Daba igual la época del año que fuera, porque la sudada con la que llegabas a la cola del autobús era épica. Pese a haberlo dado todo, había unos cuantos que se te habían adelantado. Tenía que haber algún tipo de “atajo” o algo, si bien -de esto te enterarías después- había algunos maestros que dejaban a sus alumnos salir cinco minutos antes, sabedores, quizás, de la competición soterrada que todos teníamos para coger sitio en el autobús. Si así fuera, y todos los rumores apuntaban a esa posibilidad, dos pensamientos te asaltaban de forma irremediable: Uno; que, por supuesto, no era justo y ya se sabe, a según que edades, cómo manejamos el sentido de la lealtad y la justicia. Por cierto, ojalá no perdiéramos nunca esa parte que nos permite verlo tan claro, incluso cuando nos colocamos en el lado equivocado de la línea.

El otro pensamiento que se me venía a la cabeza era porqué nuestra profesora no hacía lo mismo con nosotros y nos permitía salir esos cinco minutos antes que suponían la diferencia entre el todo y la nada, entre acabar en el pasillo o sentado junto a tu mejor amiga a quien estabas guardando el sitio. Para ser honestos, el pacto consistía en que quien llegase antes guardaría el sitio al otro. Ni que decir tiene que éramos un equipo, además dos opciones siempre son mejores que una. Por eso el caso de la maestra era curioso. Habías visto varías veces cómo ella misma miraba el reloj de reojo  y jurarías que ese mismo latir de tu cabeza retumbaba también en la de ella.

La fila era algo sagrado y si te colabas lo pagabas caro, así que toda la tensión se acumulaba en ligeros empujones, roces y palabras ininteligibles mezclados con el sonido del motor del autobús arrancando y las puertas abriéndose como el último aliento de un estertor agonizante. O así te lo imaginabas, porque cuando llegabas la cola era tan larga que no lograbas ver el principio. Según ibas avanzando se reducían las posibilidades de encontrar un sitio.

Al subir las escaleras, pasaste por alto al conductor y tu mirada solo buscaba algún hueco libre. Una mirada al espacio vacío contestada con un “está ocupado” que se decía en palabras o poniendo la mano o la la mochila encima del asiento. Y ya, a punto de darte por vencido, la ves a ella, con la mano levantada, sonriendo y mostrándote un hueco libre a su lado: “ven aquí que te guardé el sitio”. Y de repente, el universo encaja de nuevo.

 

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