Oración, estudio, meditación, trabajo

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A finales de la década de los 90 del siglo pasado, y a petición de la Conferencia Episcopal ecuatoriana, salieron de la Abadía cisterciense de San Isidro de Dueñas, en Palencia, unos pocos monjes, con destino a Ecuador, donde, en las inmediaciones de la ciudad de Salcedo, en la Sierra, fundaron el primer monasterio de vida contemplativa Santa María del Paraíso, en cuya hospedería he sido recibido en dos ocasiones. Y ha sido en la Abadía de San Isidro de Dueñas donde entró el pintor Indalecio Sobrino, por un breve espacio de tiempo, y de la que salió cargado de bocetos de figuras y situaciones monásticas en el papel, y animado por el soplo del espíritu que insuflan esas figuras y esas situaciones. Bocetos y espíritu, que tomaron forma artística en los cuadros que, bajo el epígrafe de “La luz del silencio”, están expuestos en la sala de exposiciones ‘Obispo Manuel Sánchez Monge’ del Archivo Histórico Catedralicio y Diocesano de Santander.

En la obra pictórica de Indalecio Sobrino, el artista adjudica el protagonismo a personas en el ejercicio de sus variadas actividades, desarrolladas por afición o por oficio, figuras humanas que bailan, que torean, que tocan un instrumento…o que simplemente “están ahí”, ante la mirada de quienes quieran verlas. Personas, cuya alma es de puertas abiertas hacia fuera, y es esa apertura la que pinta Indalecio Sobrino en los cuerpos humanos que pinta.

También son figuras humanas las que muestra en “La luz del silencio”, pero de personas humanas que, sin dejar de “estar ahí”, su espíritu es de puertas abiertas hacia dentro, paradójicamente hacia la trascendencia, es decir, personas que “están en sí”. No soy experto en pintura, ni teórico ni práctico, por lo que no me corresponde entrar ni en técnicas ni en estilos. Tampoco soy monje, pero sí frecuente visitante de monasterios, más de monjas que de monjes, que más allá del género, se identifican por una forma de vida, la contemplativa, conforme a unas reglas fundacionales que ordenan sus trabajos y sus horas.

Me bastó entrar en la sala catedralicia de exposiciones para que “La luz del silencio” me hiciera sentir que había accedido a un ámbito monacal, en el que los monjes cumplen con los tiempos de oración, lectura/estudio, meditación y trabajo, es decir, para sentir la espiritualidad, que conforma el ser y el hacer de los monjes, expresados en sus rostros y en sus ademanes, sea en el coro, en el refectorio, en la biblioteca, en el huerto….porque la vida contemplativa tiene su componente de actividad -vida contemplactiva-, tanto de callados y quietos momentos de apartamiento interior, íntimo, como de tiempo de trabajo físico en el cultivo de la tierra, que el “ora y labora”, tiene su complemento en el ”mens sana in corpore sano”. La mente atenta al estudio y la meditación; el corazón, inmerso en la oración; los brazos, al servicio de la tierra que, a su vez, los sirve: tres actividades distintas y un solo ser verdadero: el monje encerrado, de nuevo la paradoja en un mundo abierto a la trascendencia, el claustral.

“La luz del silencio” logra que el espectador, este espectador, se compadezca con la emoción de la espiritualidad, que emana de una mística de la vida cotidiana, en la que concurren el bien y la verdad trascendentes, y donde es la belleza de las pinturas la que, a través de la impresión de los sentidos y la conmoción de la sensibilidad, infunden en el espíritu del espectador, de este espectador, esa verdad y esa bondad.

¿Orar en silencio?, pero el silencio, ¿no es ya una oración? Indalecio Sobrino ha captado la luz, que ilumina ese silencio, cuando el coro está en penumbra. Y emociona.

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