La sociedad, a juicio

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¿Es la especie humana agresiva por naturaleza o, por el contrario, es pacífica y conciliadora en su origen? ¿Es el existente humano, en su origen “el buen salvaje”, que quiere Rousseau, o es “el hombre un lobo para el hombre”, que Plauto y Hobbes quieren atar en corto? Son inevitables preguntas sobre los orígenes de un tema, que se pretende tratar racionalmente. Y es inevitable que haya una respuesta y su contraria, y no son imposibles otras intermedias o mediadoras, y que todas ellas sean fundamentadas en estudios más o menos académicos. Pero, si seguimos, aunque sea a zancadas, el curso de la historia de la humanidad, nos será fácil concluir que ha avanzado a base de batacazos y tentetiesos, de las más variadas índoles -religiosas, morales, culturales, económicas, bélicas…- , por lo que lo más aproximado es suponer que la especie humana debía de albergar, ya desde el principio, en su código genético un potencial de agresividad, pendiente de ser puesto en acto, es decir, en práctica, si bien algunos individuos hayan traicionado la marca de su especie, los menos, lo cierto es que todos podemos ser sucesivamente agresivos  y pacíficos e, incluso, no se debe descartar que simultáneamente.

Viene a cuesto este exordio, por cuanto la especie humana, concepto tan abstracto, puede ser observada en un reducido grupo social, incluso en su mismo núcleo, que, se dice, es la familia. Y eso es lo que ha hecho la dramaturga francesa Yasmina Reza con su obra “Un dios salvaje”, que Rita Cofiño, fundadora de “Rita Cofiño Producciones Escénicas”, ha dirigido para estrenarla el pasado día 7 de marzo, en el escenario de la Filmoteca de Cantabria. La autora observa a dos matrimonios en el domicilio de uno de ellos, con motivo de la agresión que el hijo de este ha sufrido por parte de hijo del otro matrimonio, con resultado de dos dientes rotos. Observa sus comportamientos, los pone en el papel y nos los cuenta en 90 minutos.

Rita Cofiño, sin moverlos del papel, los traslada a un escenario y los traduce al lenguaje teatral, para componer un espectáculo, que entretiene inquietando, sin perjuicio de divertir. Cuenta para ello, además, con cuatro intérpretes -Belén Cañas, Nacho Haya, Begoña Labrada y Juan Antonio Sanz-, que representan a personajes ilustrados, de clase media-alta, con profesiones de cierto relumbrón, a excepción del trabajo de uno de ellos, que aspira a más, y que llega un momento en el que actúa como si ya hubiera llegado, a la vista de la degradación moral de los otros. No son interpretaciones fáciles, por cuanto pasan por situaciones contradictorias, sin solución de continuidad, lo que supone continuos cambios de tono y ritmo en el transcurso de la representación. Pero todo aparece como muy natural, gracias al perfil tan definido con el que Yasmina Reza a concebido a los personajes; a que la dirección de Rita Cofiño ha logrado un crescendo en el desarrollo de la función hacia el drama sin apartarla del allegro moderato de la comedia, de modo que drama y comedia llegan a (con)fundirse; y a que los cuatro intérpretes ponen, sin reserva alguna y con total solvencia interpretativa, su trabajo actoral  al servicio de unos personajes, con los que el espectador -este espectador- llega a identificar.

Un sofá, cuatro sillas, una mesita con un ramo de tulipanes, y una mesa de centro dan  forma a un salón convencional de una vivienda convencional, Y dos teléfonos, capaces de provocar giros en las situaciones, dolorosas, unas; otras, hilarantes. En ese espacio escénico se produce el encuentro pactado de los dos matrimonios, el del hijo agresor y el del agredido, con la intención de que el agresor asuma su acción y la responsabilidad correspondiente, respecto del adolescente agredido, que “algo habría hecho”, llamarle chivato, por ejemplo. Comienza la representación con una escena congelada, que augura buenos presagios al encuentro. A golpe de luz y música, que Pancho V. Saro administra convenientemente, sin grandes despilfarros, se descongela la escena, y empieza una acción que va ganando ritmo, al tiempo que se enmaraña, para terminar con otra escena congelada, que así se queda entre penumbra y silencio, antes de que el drama desemboque en tragedia..,

Entre una y otra escenas se dilucidan temas de alcance: la educación de los hijos y su fracaso; las relaciones matrimoniales y sus secretos y engaños; las relaciones laborales y sus chanchullos; las convicciones morales y sus confusiones…todo ese entramado de destilados socio-económicos-culturales, que a poco que se les agiten explotan como un globo, no lleno de aire, sino de mierda, o sea, de mentira, hipocresía, engaño, traición…, que dejan  al descubierto que no son tanto las leyes las que mantienen el orden social, sino que son la simulación y la falsedad las que evitan que el tinglado social se desmorone, y que cuando se desatan dan rienda suelta a ese salvajismo original, que un dios-lobo también puso en los genes de ese presuntamente inocente buen salvaje roussoniano, y que hacen, tanto del hijo agresor, como del agredido, una víctimas propiciatorias.

Con una buena parte del público puesto en pie, los intérpretes y la directora fueron homenajeados con varias tandas prolongadas de aplausos. No sé, si además de por la calidad artística del espectáculo,  también porque los espectadores  nos sentimos reflejados en alguno de los personajes. Quizá en todos.

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