Sin memoria no nos reconocemos

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||por ÁNGELES CABRIA||

La llaman Casa de Piedra y por fuera, con su muro protector, parece un chalet de barrio pituco, como le decían en Chile a lo pijo en el tiempo de esplendor de la casa cuando fue cuartel de la DINA en La Serena, la policía secreta de la dictadura militar de Augusto Pinochet, donde se torturaba y asesinaba a personas sospechosas de ser comunistas, o sea, estudiantes, menores, trabajadores de cualquier sector, profes, enfermeras, trabajadoras sociales, todas y todos tan sospechosos de terrorismo como los niños y niñas masacrados actualmente en Gaza.

Hoy día la Casa de Piedra está dedicada a la memoria viva, como prefieren llamarla en Chile en vez de histórica. Hace sólo unos días se proyectaba el documental Los Ángeles de Guayacán, la historia de dos niños, Rodrigo de 8 años y Jimmy de 9, ejecutados a tiros mientras jugaban en la calle en Coquimbo en la “nochebuena” de 1973, desaparecidos por 4 años hasta que otros niños también jugando desenterraron sus huesos.

Los cineastas Cristian Lagos y Aukaleb Ankaro acompañan a la madre de Rodrigo en su regreso al barrio 50 años más tarde, coincidiendo con la conmemoración del golpe que derrocó al gobierno legítimo de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende y marcó el inicio de la dictadura que dejó en 17 años de permanencia más de 40.000 víctimas entre desaparecidos, torturados y asesinados.

La madre de Rodrigo, la señora Eugenia, a sus 87 años no pierde la esperanza de que se haga justicia, ya que la madre de Jimmy ya fallecida no lo pudo ver. Eugenia regresa al barrio donde asesinaron a su hijo y se funde en un abrazo con una vecina que representa a esa comunidad entera que quedó traumatizada por el caso de los niños y por los abusos infringidos por el comando del ejército que les ejecutó y después intimidó al vecindario para que nadie hablara.

Es en ese momento del conmovedor abrazo en el que se funden las dos mujeres cuando la tierra empieza a temblar en la sala de proyecciones. No son efectos especiales, es un terremoto del cinturón de fuego del Pacífico. El abrazo telúrico nos deja a la audiencia pegada a la silla. La emoción del encuentro visto desde ese lugar que en un tiempo fue la casa de los horrores y que hoy es un espacio seguro contra todo pronóstico, nos arrebata el miedo. Ese vínculo que ha generado la recuperación de la memoria es más fuerte que todo el olvido al que siguen queriendo someter a un pueblo.

Mientras Chile se esfuerza por obtener la reparación debida, en Cantabria el gobierno de la derecha recalcitrante, que ha seguido creciendo al albor de una democracia para la que no da la talla, ha derogado la Ley de Memoria Histórica y Democrática de Cantabria, una ley que les molesta porque la amnesia forzada les ha venido muy bien para perpetuar sus narrativas que reivindican un pasado glorioso de espadas y sangre. En contraposición, la ciudadanía activa por los derechos y las libertades hace resonar sus voces que desafían el silencio perturbador al que nos quieren volver a someter.

La Ley de Memoria Histórica representa la épica del elixir de Melquiades, el gitano de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez que devuelve la memoria a un pueblo que había sufrido de la epidemia del olvido. Igual que en Chile, Argentina o España, es tiempo de enaltecer la memoria para que el horror nunca más se reproduzca, para contrarrestar el creciente negacionismo de los crímenes del pinochetismo o del franquismo.

Alfredo Jaar, artista visual chileno, planteó en los años 70 a los transeúntes una pregunta incómoda, revolucionaria, como acto de resistencia en plena dictadura chilena, “¿es usted feliz?”. El resultado hablaba de la coerción y la amnesia a la que fue sometida la población chilena. Se declaraban felices quienes carecían de memoria y suscribían las mentiras cotidianas, validando la definición más capitalista de la felicidad, tengo trabajo, puedo mantener a mi familia. El resto, los no se consideraban felices, habían perdido familiares, amigos; el sentido de la justicia; la libertad de ser y de crear sin miedo.

Puede que tengamos que seguir haciéndonos esa pregunta incómoda y revolucionaria para saber dónde estamos paradas como humanidad, dónde ya no se produce el escalofrío y reina la normalidad de la norma anestésica que nos permite movernos en círculos concéntricos. Ojo, no se salgan de ahí porque caerán al vacío. Sin darnos cuenta de que ya vivimos en él. Aunque quiero pensar, como la señora Eugenia, que podemos llegar a vivir en un mundo más justo y en paz, y por ello seguiremos tomando las calles para demandarlo.

“Creyeron que te mataban con una orden de fuego, creyeron que te enterraban. Y lo que hacían era enterrar una semilla”. Ernesto Cardenal

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