«Con menos de 30 años, había perdido un hijo y tenía una infección que no pensaba que me pudiera ocurrir a mí»

Loli, Rosa y Mercedes (nombre ficticio) son tres mujeres que tienen VIH, pero que también son abuelas. Sus testimonios son un ejemplo de valores para no rendirse ante la adversidad, para que otras personas en su situación busquen ayuda para salir adelante, y para que se vea que es posible vivir con ese diagnóstico y encontrar la felicidad que muchas veces pensaron que era una sensación que les era negada por sistema. Y son historias que reflejan también que la discriminación, en este caso, apunta más hacia las mujeres que hacia los hombres
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La alarma que suena. No es la del despertador. Es la que llevas dentro. No lo cuentes. Será lo mejor. Una forma preventiva de vivir cuando te dicen que tienes VIH.

Ya han pasado cuatro décadas desde que el SIDA entró en la conversación. Un virus nuevo y letal. Muy poca información. La necesidad de avanzar en su conocimiento y en cómo combatirlo.

Hace ya mucho que estas tres mujeres conocieron la noticia. Tenían VIH. Son Loli, Mercedes (nombre ficticio) y Rosa. Hemos conversado con las tres porque tienen algo en común aparte de ese diagnóstico. Las tres son abuelas.

En su día, parecía impensable algo así. En los años 90 del siglo pasado, que un médico te dijese que tenías VIH, era casi como una sentencia de muerte. Ese es el caso de Loli Fernández Horcajo, que fue diagnosticada en 1990, y de Rosa Longarte, que supo que tenía el virus en 1992. Las dos estaban embarazadas cuando se hicieron la prueba.

Si la noticia te pilla embarazada o habiendo parido días atrás, el mazazo es todavía más fuerte. Es una preocupación extrema, pero multiplicada por más de dos, porque alguien a punto de nacer o recién nacido tiene muy complicada la supervivencia si tiene este virus. Sobre todo, en el siglo pasado.

Ahora lo pueden contar, y lo cuentan felices. Las cicatrices siempre se llevan encima, les hagas más caso o menos. Delinean, en parte, la propia forma de ser.

Perder un hijo y educar a otro

Loli sí perdió a su hijo. Iba a cumplir cinco años. Fue el momento de volcarse en su hijo mayor. Era el sitio donde encontrar la fortaleza suficiente para seguir adelante.

Loli no sólo afrontaba la pérdida de un niño, sino también un sentimiento de culpa muy difícil de eludir. Sin embargo, encontró la manera de vivir con ello y disfrutar de la vida, aunque fuera asimilando algo que prefería no contar.

Porque vivir con VIH hace que incorpores al miedo las miradas de los demás. Nadie quiere sentirse como un bicho raro. O sentir que alguien no quiere acercarse a ti. Sentir ese reparo. Pero la conclusión a la que llegan estas mujeres es que «no somos bichos raros, no tenemos antenas«, como refleja Loli.

El silencio ha cincelado las vidas de muchas personas. Mercedes, Loli y Rosa tienen otra cosa en común: después de mucho tiempo, han decidido contar su historia. Han atravesado el pasillo que había entre su silencio sepulcral y el poder decir cómo es su vida y ser felices viviéndola y compartiéndola.

Mercedes, de hecho, está experimentando ahora el contar cómo es su vida. Por fin se ha quitado un peso de encima. La alarma tan incómoda que siempre sonaba ya no importa. Ya ha llegado el momento de apretar el botón y dejar de escucharla.

Ahora es momento de reafirmarse ella, su personalidad, teniendo en cuenta los detalles importantes que han hecho de ella la persona que es hoy. Eso es lo que ahora defienden las tres.

Loli y Rosa han tenido la oportunidad de soltarse la melena en el Pride positivo, que ya se ha celebrado dos veces en Madrid. La segunda edición duplicó a la primera en cuanto a la cantidad de gente que acudió. Y ha servido para que personas que se habían autosilenciado puedan expresarse con libertad. Algo normal para mucha gente y que ellas también quieren incorporar a su vida.

Unas tres décadas en silencio no les han quitado las ganas de ser como son, y ahora se acostumbran a naturalizar algo que se encontraba con el rechazo y el miedo de la sociedad. Incluso entre personas que tenían la función de atenderlas en un centro sanitario.

Loli cuenta que el personal sanitario tampoco tenía apenas información sobre lo que era el VIH ni qué podía hacer una persona con ese virus en su interior. Hasta el punto de que ella preguntara si podía darle el pecho a su hijo recién nacido, y la respuesta fuera un «no lo sé, por si acaso mejor que no». La mochila se hacía cada vez más pesada, y la carga resultaba insoportable. El niño necesitaba una cirugía sencilla, no contraindicada por el hecho de tener VIH, llegaron a pasar por el preoperatorio, y al final la cirugía no se realizó. Ella explica que se planteó denunciar esa situación, «pero en ese momento no me veía con fuerzas». Y sigue pensando que debía haberlo hecho.

En aquella época los tratamientos eran muy poco eficaces en personas adultas, menos aún en niños. La investigación todavía daba pocos pasos y muy lentos. Y con cuatro años y medio, el hijo de Loli falleció. «Con menos de 30 años, había perdido un hijo y tenía una infección que no pensaba que me pudiera ocurrir a mí», dice.

En ese momento, para Loli sólo quedaba la vía de centrarse en su hijo mayor, el que nació sano y que debía ser el centro de su vida. Con la culpabilidad de la pérdida, y la culpabilidad también de no haber podido atender de la mejor manera a su otro pequeño. Durante la dura enfermedad de su hermano, le intentaban explicar la situación, con constantes ingresos hospitalarios, diciéndole que cuando su hermano volviese a casa no tendría el mismo aspecto que la última vez. Y Loli recuerda que él decía que «no le importaba cómo volviese, lo que quería es que volviese«.

Después del trágico desenlace, llegó el momento para que ella empezase a buscar ayuda. «Necesitaba ir curando muchas heridas y aprendiendo a vivir de una manera distinta«, expresa. Ser consciente de su lugar en el mundo, de su papel como madre y con esa motivación para darle a su hijo lo mejor que llevara dentro.

Había un momento que debía de llegar, cuando fuese un poco más mayor: contarle todo. Un momento muy duro. Es difícil saber cómo hacerlo bien, hacer entender en qué consiste el VIH, lo que conlleva, incorporarlo a la vida y defenderse del estigma que sigue presente. Un paso trascendental y que Loli, Mercedes y Rosa han tenido que dar, siempre con el ánimo de proteger a los hijos y que les ha sido muy gratificante.

Loli dice que pasó miedo, pero que ahora ve con orgullo cómo su hijo se ha convertido en un hombre responsable, que ha salido más fuerte de escuchar y aprender esas experiencias de su madre. Y además, la ha convertido en abuela. «La vida nos quita mucho, a veces es cruel y muy dura, pero también te da muchas cosas, y soy una orgullosísima abuela de un niño de 13 meses«. Basta con ver la expresión de su rostro cuando lo dice para saber que está en un punto muy luminoso de su vida.

Aunque todavía no se lo ha planteado, tiene claro que, dentro de unos años, a ese niño también quiere contarle su experiencia vital. No quiere esconder esas cosas. Ha estado muchos años ocultando esa parte de su vida, y no quiere volver a hacerlo. Hasta 2014 no quiso hablar de manera pública con su nombre y apellidos, aunque llevaba tiempo preparándose para ello. Ahora dirige el Comité AntiSIDA de Asturias.

Del miedo de poder perder a un hijo a ser abuela gracias a él

Rosa Longarte también se ha decidido a contarlo. Y ella tiene una forma muy peculiar de hacerlo. Participa en un proyecto cultural que se llama ‘Teatreras’, y que consiste en representar una obra teatral donde seis mujeres cuentan su propia historia. Unas a cara descubierta y otras no. Rosa lleva una máscara sobre el escenario, pero llega un momento en que se la quita y deja ver su rostro.

Esto ha empezado a hacerlo 30 años después de ser diagnosticada. Se enteró estando embarazada de su tercer hijo. Nació con VIH, y a la madre le dijeron que esos niños no solían vivir más de cinco años (repetimos, 1992). Ya se sabe que los bebés y los niños pequeños suelen enfermar con facilidad. Para Rosa, cada enfermedad era un suplicio, porque podía significar «el principio del fin». Ella siempre fue positiva, pero el miedo era inevitable.

Sin embargo, su hijo no corrió la misma suerte que el de Loli. Salió adelante, recibía tratamiento cuando tenía las defensas más bajas, y ya después, de adulto, sí que toma medicación, aparte de pasar los controles preceptivos, como su madre. La cara se le ilumina también a Rosa cuando dice que ahora «tiene 31 y es padre de una niña de dos años que nació sana». Es lo que ocurre a veces. Los niños pueden negativizar los anticuerpos que reciben de sus padres, y no necesitar tratamiento ni someterse a los controles médicos indicados para personas con VIH.

Al principio, Rosa solamente se lo contó a su pareja, al padre de su tercer hijo, y a su padre, porque pasar por el trago de hacerlo público se le hizo demasiado cuesta arriba. Y más con tres niños pequeños. Ellos tres no han sufrido la discriminación.

Mujer migrante y con cinco hijos

El caso de Mercedes es más reciente. Y para nada exento de dificultades. Ella es migrante, llegó a España con cinco hijos a cargo y su dedicación, cuando llegó, fue la prostitución. Tuvo siempre mucho cuidado, y acabó contrayendo la enfermedad fuera de ese ámbito, «con la persona que menos me esperaba».

Una situación muy complicada por estar lejos de su mundo y su familia. Pero pudo contar desde el principio con el apoyo de la Asociación Ciudadana Cántabra AntiSIDA. «Me conocieron sin VIH y con VIH«, cuenta, porque ya acudía a la asociación para pedir preservativos antes de tener el virus.

Se deshace en elogios hacia ACCAS, porque «me sentía escuchada», y lo que ha terminado haciendo es implicarse con ellas para aportar su granito de arena. Hay mucha más gente que necesita de ese apoyo, porque se siente perdida y le hace falta que alguien con la capacidad de señalarles un rumbo aparezca en ese momento preciso.

Los años han pasado y ya es abuela también. Nieta y nieto. Esas pequeñas personas son quienes la han decidido a alejarse de pensamiento depresivos, incluso suicidas, y a disfrutar de la vida con plenitud. «Mis nietos me dan vida, planeamos cumpleaños, viajes… Intento disfrutar cada día más. Me quedan muchos años de vida. No me he muerto, sigo viva. Me siento muy orgullosa». Su vida ha dado un gran giro porque mentalmente se ha hecho más fuerte y ha dejado atrás gran parte de sus inseguridades. Todavía prefiere no hablar con su nombre real, pero ya es consciente de que ese paso llegará también.

Son ocho años a sus espaldas sabiendo que el VIH es compañero suyo, y quizá lo sea de por vida. Pero ha pasado de no tener «ganas de nada» y no querer tomar el tratamiento, a tomárselo todos los días, a llevar «tres años estupenda» y encima se ha enterado de que tiene el virus indetectable, que significa también intrasmisible. Ahora que tiene dos nietos llenos de vida, «¿por qué no voy a seguir viviendo yo?»

El estigma y la discriminación sobre las mujeres

Estas tres mujeres se refieren al mismo tema. Desde ACCAS lo dicen de manera permanentemente. Carmen Martín, su coordinadora, que también es mujer y madre con VIH, recordaba este mismo jueves, la víspera del Día Mundial contra el SIDA, que las historias de las personas con VIH están atravesadas por el estigma y la discriminación, pero también por el rechazo y la ocultación de las personas que padecen esta enfermedad.

Eso es lo que está detrás de que Loli, Rosa y Mercedes hayan decidido estar tanto tiempo calladas. La primera de ellas se refiere a su hijo como el motivo de no contarlo en público. No hasta que fuera mayor, desde luego. Ahora lo hace, y le parece necesario que más personas lo hagan también. Es una manera de enfrentarse al «dedo acusador» que las señala, como si hubiesen hecho algo malo. «¿Con otras enfermedades se pregunta cómo se ha contraído?», apunta. Eso coloca a estas personas en un punto diferente, y ante un trato más injusto.

Mercedes revela que esto es algo que no le puede contar a cualquiera. En su familia, reconoce que no hay muchas personas con quienes lo haya hablado. Desde luego, sí lo ha hecho con sus hijos, y ahí se dio cuenta de que era ella misma quien convertía su experiencia en algo más terrible. Sin embargo, ahora se siente muy feliz al ver que ellos nunca le han echado en cara nada «ni se han avergonzado de mí».

Pero también ha sufrido discriminación. Ella tiene una minusvalía, tuvo que pedir un certificado que lo acreditase, y después presentar ese certificado para poder acceder a un empleo. El certificado también contenía la información personal sobre el VIH, y eso la llevó a quedarse sin el trabajo.

Rosa afirma que «el estigma es lo que peor llevo», aunque reconoce que ella, mentalmente, no se ha sentido tan afectada como otras mujeres que conoce. Pero también tuvo un caso de discriminación. Fue por una visita al dentista, reveló su enfermedad y eso se transformó en otra puerta cerrada. El enfrentarse a comentarios del tipo «cómo voy a compartir un vaso», «cómo voy a compartir un piso con una persona con VIH» también han retrasado el momento de contarlo abiertamente, algo que hizo en el Pride positivo del año pasado.

Las tres juntan esa culpabilidad, la carga del silencio y el estrés de tener que ocultar siempre algo que forma parte de su vida. Pero esto es algo que de lo que se están deshaciendo y que les facilita las cosas. Rosa expresa que «si alguien no quiere estar conmigo lo respeto, porque el miedo es gratuito, pero ya no me voy a ocultar más«.

Mercedes aconseja a los jóvenes que se cuiden, cree que «mis hijos se cuidan porque ven a su madre lo que está sufriendo» y ve que lo que se lleva por dentro es necesario contárselo a alguien. Es necesaria la fuerza también para pedir ayuda.

Y también ha aprendido a tomarse las críticas de otra forma. Ahora, si alguien le achaca algo por tener VIH o la quiere señalar por ello, piensa que «si me critican es que son peores que yo», por lo que eso ha empezado a hacerla más fuerte.

Loli tiene claro que es necesario «poner rostros e historias» al VIH para terminar con la discriminación. Con los años que ha pasado sintiéndose culpable, ahora es momento para que esto se visibilice de verdad y que se produzca un avance de verdad.

Carmen subraya el avance en lo científico, pero también lo que falta en el avance social. Lo primero hace que personas a las que les dijeron «te quedan dos telediarios y uno ya lo has visto» sigan vivas hoy en día. «Hablábamos con nuestras familias de nuestra propia muerte», y luego tuvieron que «aprender a vivir», refleja. Aunque siempre es necesario querer avanzar más, y lo ejemplifica con una frase muy clara: «VIH es tratamiento, SIDA y muerte es no tener tratamiento y eso no nos lo podemos permitir como sociedad«.

Estas tres historias, según Carmen, «son las de muchas personas con VIH», con mayores dificultades para demasiadas cosas. Mercedes se ve como «una persona normal que trabaja por su familia» y que no se quiere ver discriminada. Y Rosa deja patente que las mujeres reciben más discriminación, que están más invisibilizadas ellas que ellos. «Puede y debe decirse», sentencia.

De los creadores de «algo habrá hecho si la han matado», «así vestida iba provocando» o «dedícate a fregar que es lo tuyo», pues también va el lote cuando hablamos del VIH, aumentando la carga de culpabilidad cuando es una mujer quien lo tiene. De ahí que muchas decidieran callar antes que decir lo que tenían, porque eso podría condicionar su vida y la de todo su entorno, empezando por sus hijos.

Este es otro ejemplo de que estamos en una sociedad que ha conseguido avanzar, pero a la que todavía le falta un empujón para ser igualitaria. Por eso sigue habiendo un 25-N, porque las siguen matando por ser mujeres, y abusan de ellas, las violan o las maltratan de otras muchas formas. Y sigue habiendo un 8-M, precisamente por eso. Porque la igualdad es un derecho que muchas no han conquistado.

Loli y Rosa ya llevan más años con VIH que sin él. Mercedes lleva menos tiempo y es más joven. Las tres viven ilusionadas con sus nietas, y están dispuestas a ayudar. No ven otro camino que mirar hacia delante.

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