Memoria democrática para jóvenes

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El olvido se convierte en el primer paso para tropezar de nuevo con un pasado que creíamos incapaces de repetir. Que, por la barbarie vivida, quienes formaron parte de ese momento histórico creyeron que jamás se repetiría. Se lo contaron quizás a sus allegados, y la primera generación quedó de alguna manera vacunada, porque el eco de las atrocidades cometidas seguía presente, vivo en la ausencia de seres queridos perdidos, desaparecidos, asesinados, o en el testimonio de quienes sobrevivieron y que muchas veces hablaban en forma de silencio, de trauma, de tabú.

No tiene que ser fácil coexistir con la memoria compartida de quien ocupaba la otra trinchera y que, de la noche a la mañana, te lo encuentras en la escalera, a la entrada del portal o haciendo cola en la tienda del barrio. Cada uno con un relato sobre lo ocurrido que necesita salvar o justificar el papel ocupado en la contienda, entre los vencedores o los vencidos. Entre quienes creían que tenían de su lado la verdad, esa verdad que justificó cometer lo crímenes mas atroces, hasta darse cuenta que ninguna verdad por absoluta que sea merece cometer un crimen. O que precisamente ese territorio de los absolutos impuestos es donde está el verdadero peligro. Te hace consciente de las consecuencias, del potencial deshumanizador de convertir a tu enemigo en la mismísima personificación del mal para así convencerte de que arrebatar la vida de alguien queda justificado. Después descubriste que esa persona era mas o menos como tú; con sus familias, amigos, su sentir:

«Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos agravian, ¿no debemos vengarnos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso».

Son frases del más célebre monólogo de «El mercader de Venecia», de Shakespeare, en boca de Shylock, un usurero judío cuyo alegato, de forma premonitoria y atemporal, responde a los prejuicios de los habitantes de Venecia. El mismo alegato en Berlín, en el Guetto de Varsovia, en la franja de Gaza, o en cualquier parte del mundo, en cualquier momento de la historia en la que hubo quienes redujeron la naturaleza humana a la categoría de desperdicio, de animal, de objeto.

Por eso  la generación que ha compartido una época, una barbarie, un lado y otro de la línea, necesita mirar hacia delante, porque el pasado mata. Porque el pasado está tan presente que aún su grito resuena es sus conciencias, y si has formado parte del bando de los verdugos y te haces consciente, aún más. Y hayas formado parte del bando que hayas formado y te ponen en el espejo de lo que hiciste y que jamás reconocerías ante tus seres queridos, ante ti mismo, pues aún más.

En esta primera generación, que coge el testigo, el punto final se da en forma de pura supervivencia. Sin embargo, en las que vienen detrás, si no hacemos nada para evitarlo, los contornos de esa memoria se desdibujan, desaparece con quien los vivió, con quien los contó, hablando o con silencios, con quien estuvo de cualquiera de los lados, de todos ellos. Y es ahí precisamente, en el “durante”, en el que se convierte en imperativo moral colocar lo ocurrido, dejar testimonio de lo que sucedió, para que quienes vengan detrás puedan entender y comprender la naturaleza de esa barbarie, de esa deshumanización demasiado presente, demasiado viral, demasiado normalizada si se dan las condiciones adecuadas.

Los jóvenes que llegan al momento histórico sin haberlo vivido, sin la memoria viva de las víctimas, sin el silencio o la asunción de la “culpa” de los verdugos, necesitan tener clara y nítida esa línea que les separe de la barbarie, no sólo de convertirse en víctimas, sino sobre todo de convertirse en “verdugos” o en cómplices pos pasividad. El itinerario  es demasiado sencillo si se crea el camino adecuado para la deshumanización del otro, para la justificación del odio, para mirar a otro lado, para romantizar el supremacismo; la autorreferencialidad identitaria que convierte la violencia en mal menor, o que nos convence de la inevitabilidad de la injusticia.

Hace 12 años que en España ETA dejó de asesinar, hace más de 4 décadas que la Dictadura Franquista desapareció. Una generación con la memoria viva del presente, otra con esa memoria a punto de desaparecer. En ambas la memoria democrática es más necesaria que nunca. Una memoria que evite que los jóvenes no vean como “gudaris” a asesinos, no vean el Franquismo como el verdadero defensor o salvador frente a un enemigo en forma de “rojo” de “separatista” de “traidor”. Curiosamente ambos planteamientos con esquemas similares en torno a un esencialismo deshumanizador que crea contextos legitimadores de la violencia como mal menor, inevitable o necesario. Como (pese a la aparente distancia y diferencias) necesario o mal menor es el bombardeo de hospitales para Netanyahu, como lo es para Hamás con los secuestros y ejecuciones, como lo era para el nazismo respecto al judío. Como lo es para que la lógica del verdugo se convierta en norma y así personas “normales” que nos tropezamos en la escalera nos demos cuenta demasiado tarde de que ya somos demasiado viejos y que ojalá fuéramos jóvenes de nuevo para hacer las cosas de manera diferente o luchar para evitarlo.

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