Mi padre, el flautista del balón
Una noche, siendo adolescente mi padre, Laureano Ruiz, tuvo un sueño que le cambió la vida: soñó que se le aparecía San Tillana, el ángel que más alto vuela (y buen aficionado al fútbol), y le regalaba la flauta mágica, para que le acompañase en toda su carrera. Le indicó que ese instrumento, hacía siglos, había pertenecido a un alemán que iba de pueblo en pueblo limpiando las plagas de ratas. Añadió que debía aprender a aplicar el uso de la flauta en los tiempos actuales y se la incrustó en el corazón. Mi padre, incrédulo, le preguntó si debía dedicarse a la música, pero el arcángel Tillana -riéndose- le espetó: “¿Ni se te ocurra!, yo te he dado esto para que «limpies de ratas» el fútbol actual. Además, ni siquiera vas a ser un flautista famoso, sino algo así como uno de esos músicos de culto que la gente del mundillo venera, pero el gran público ignora o infravalora, aunque todo ello aplicado al ámbito del fútbol”.
Mi padre se despertó sobresaltado del sueño y se dirigió al campo donde tenía partido con los infantiles del Racing. Ese día jugó el mejor partido que había disputado nunca. Cada vez que conectaba con su ‘flauta interior’ realizaba unos pases y jugadas increíbles. Gracias a la flauta, a los 18 años le subieron al primer equipo del Racing y -curiosamente- algunos aficionados (los más intuitivos) le llamaban ‘Argenta’, por sus labores de ‘director de orquesta’. Lógicamente, mi padre ocultaba que él -en realidad- no hacía nada, sólo tocaba mentalmente la flauta de su corazón.
Por aquellos años de jugador profesional ya entrenaba a los juveniles del Racing y cayó en sus manos el libro ‘El flautista de Hamelín’. Fue leerlo y entenderlo todo: el significado de las palabras del ángel y -consiguientemente- su misión en esta vida.
Empezó a ‘tocar la flauta’ durante los partidos de los equipos que él dirigía como entrenador y entonces algo mágico sucedía: sus jugadores empezaban a bailar una especie de danza ritual, en conjunto, de una belleza arrebatadora, que hipnotizaba al equipo contrario. También aprendió a utilizar la flauta individualmente, para sacar lo mejor de cada jugador. Años después se dio cuenta que con los adultos profesionales funcionaba peor, porque el ego les taponaba los oídos y tenían más dificultades para escuchar la música. Por lo que decidió dedicarse al fútbol base, y como un flautista de Hamelín moderno, se fue recorriendo muchos campos para hacer bailar a los niños con el balón. También se encontró a muchos ‘alcaldes-presidentes de club’ que se quisieron aprovechar de él o engañarle. Entonces mi padre hacía lo que el flautista del cuento: se iba a tocar a otro sitio que le valoraran, dejando a los equipos de niños grises, sin ritmo.
Y éste -y no otro- es el secreto de mi padre. Por todo ello, por ser un entrenador distinto, un jugador distinto, un padre distinto, se merecía que mi particular homenaje también fuera distinto, pero no sabía cómo hacerlo así que me limitaré a honrarle y quererle mientras esté conmigo. Y a recordar su mágica melodía y enseñársela a mis hijos cuando él no esté.