Después de todo, Camilo Alonso Vega se ha quedado en nada
Pasaremos por alto que una figura como la alcaldesa de Santander, Gema Igual, quiera hacernos creer que tras dos décadas en el Ayuntamiento no sabe que los nombres de las calles son una forma de ensalzar personajes relevantes (evidentemente, lo sabe, si conoce no sólo las normas municipales, sino sus propios hechos, como el bautizo reciente a viales con nombres como Vital Alsar o a Alberto Pico). Esto va porque sigue aferrada al argumento de que cambiar las calles es borrar la historia (un imposible por definición, la dictadura que ensalzan las calles con nombres de sus dirigentes seguirá habiendo existido).
Pasaremos por alto también que esas calles ensalzando figuras (si las calles son historia, entonces el menos de medio siglo de la dictadura es un suspiro en una historia que lleva siglos y en la que no encontramos otro período histórico –no sé, la Edad Media, las incursiones en América– con más de 40 nombres) de algo tan malo por definición como es una dictadura (traducido: cárcel y asesinato para disidentes, censura en medios, prohibiciones de todo, imposición moral y miseria económica) no se han retirado por convicción, sino en cumplimiento de una Ley que el Ayuntamiento NO HABÍA CUMPLIDO, que ha tenido que cumplir forzado (por petición expresa de la Fiscalía, es decir, la Justicia) y a regañadientes: imagínense un ciudadano que no sólo no cumple la Ley, sino que lo hace entre quejas. Esa ha sido nuestra (es un decir) alcaldesa.
Pasado esto por alto, la pregunta pertinente de cara a este sábado en el que habrá un relevo de placas es la siguiente: ¿se merece una placa en una calle con su nombre Pepe Hierro?
Parece evidente que sí y han caído en ello muchos otros antes que la ciudad a la que escribió poemas y en la que le vimos en sus cafés (el instituto de San Vicente de la Barquera, sin ir más lejos).
Aunque nació y murió en Madrid (1922-2002), Pepe Hierro siempre estuvo vinculado a Santander, donde vivió desde los dos años de edad. Su infancia y juventud transcurrieron en la ciudad, donde cursó estudios técnicos y entró en contacto con los primeros círculos literarios.
Tras la Guerra Civil, que le cogió adolescente, fue detenido por colaborar con redes de ayuda a presos políticos y pasó varios años en prisión. Esa experiencia marcó su obra, centrada en la memoria, la pérdida y la dignidad humana.
Su primer libro, Tierra sin nosotros, se publicó en 1947. Ese mismo año ganó el Premio Adonáis por Alegría. A lo largo de su carrera recibió los principales galardones de las letras españolas, como el Premio Nacional de Poesía, el Premio Nacional de las Letras, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1981) y el Premio Cervantes (1998).
El propio autor reconocía en entrevistas el peso de Santander en su mirada poética. En esta ciudad escribió sus primeros versos, encontró sus primeras publicaciones y cultivó amistades intelectuales que serían determinantes en su evolución literaria.
Así que la pregunta no es si Pepe Hierro se merecía una calle, si no por qué ha tardado dos décadas en tenerla (las normas de las calles implican que el ‘bautizo’ es tras el fallecimien).
Frente a esto, cabe preguntarse también, ¿se merecía una calle a su nombre Camilo Alonso Vega?
Para empezar, la relación de este militar franquista con la ciudad fue circuntancial: básicamente comandó unidades en la Guerra Civil que se centraron en el frente norte, en la ofensiva del Ebro. Es decir, contribuyó a la invasión de la ciudad (sabemos que la palabra suena violenta, porque no estamos acostumbrados, pero no otra cosa es la entrada de un Ejército de fuera para deponer al Gobierno con el que contaba la ciudad, que hay que recordar que fue leal a la República). Una invasión con apoyo extranjero, por cierto: el ejército de Franco se apoyó en la Italia de Musolinni (por eso la Plaza de Italia se llama así), y en la Alemania nazi de Hitler (cuyos aviones bombardearon el Barrio Obrero, en Porrúa, hecho que el PP se ha negado a reconocer con una mínima placa).
Terminada la guerra, ocupó puestos clave en la estructura del nuevo Estado: fue director general de la Guardia Civil entre 1943 y 1955 (en unos años en que eso significaba represión y persecución a los guerrilleros antifranquistas), y ministro de la Gobernación entre 1957 y 1969, cargo con competencias sobre seguridad, orden público y represión política.
Más aún, entre sus responsabilidades estuvo el control policial y la clasificación de presos políticos, en un periodo en el que aún funcionaban dispositivos como el campo de concentración de La Magdalena, en Santander, habilitado tras la ocupación franquista de Cantabria en 1937. Porque en Santander durante décadas se nos privó de la memoria del bombardeo del Barrio Obrero y del campo de concentración de La Magdalena (no así de otros episodios, como las ejecuciones en el Alfonso Pérez, que cuentan con memoria, libros, calle y hasta placa en la Catedral sin que esa recuperación de la historia le haya parecido a Gema Igual que divida a la ciudad). Pero hoy sabemos que ese campo fue el primero y el ejemplo, exportado.
Una calle, por cierto, que fue nombrada así en vida del militar (si las calles fueran un mero escaparate de la historia, tal vez hiciera falta algo de perspectiva), frente a las dos décadas con las que se castigó a Pepe Hierro sin calle, pese al cariño que siempre despertó en vida en la ciudad. Pero si de algo escribió Pepe Hierro fue de los estragos del tiempo, de la angustia de crecer en años tristes, de modo que al final ese militar que lo fue todo, al final no ha sido más que nada.
(La próxima placa, por cierto, será Fidel Dávila, a quien el PP le ha concedido un día de gracia para que celebre los cincuenta años de la muerte de Franco.)
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