Cuando Roma encontró Cantabria

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En principio, Augusto había hecho lo más difícil. Era prácticamente un adolescente cuando su tío abuelo fue asesinado por un grupo de conspiradores que pretendía un retorno imposible a las esencias de la República. Julio César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo Magno. En un último esfuerzo, el ciudadano más grande de Roma se tapó el rostro con la toga ensangrentada.

Augusto todavía no se llamaba Augusto. Era Cayo Julio César Octaviano: un nombre excesivo que había recibido después de que César decidiera adoptarlo y nombrarlo heredero en su testamento. Al muchacho le esperaba una Guerra Civil: tenía una venganza que ejecutar.

Guerrero cántabroAún no sabía que en unos años se convertiría en el primer emperador de Roma. Primero se alió con Marco Antonio y Lépido para derrotar a los asesinos de su tío, encabezados por Bruto y Casio. No se le daba excesivamente bien la guerra. Era un general mediocre. Para resolver las batallas tenía a Agripa, su amigo de la infancia, que adoraba cargar contra el enemigo y tenía los ojos hechos a la estrategia y al despliegue de legionarios.

El triunvirato de los vencedores duró lo que tardó Lépido en caer de su trono de gloria. Augusto y Antonio se repartieron el mundo. Augusto, Roma. Antonio, el Oriente: Egipto, el granero del Imperio, Cleopatra, el lujo exótico que adormeció su furia guerrera. En Actium, los barcos de Augusto decidieron el futuro de la República, que ya no sería República nunca más. Antonio se atravesó con su espada. El mundo era de Octaviano. Octaviano ahora era Augusto. En principio había hecho lo más difícil. Quedaba sostener el edificio, andamiar la frontera, apaciguar un Imperio que no había conocido la paz en cinco siglos.

Augusto miró los mapas. Estaba Germania, en el norte, donde Varo perdió las legiones en el bosque oscuro de Teotoburgo. Estaba Hispania, en el confín del Occidente, donde se terminaba la tierra. César había conquistado la Galia en nueve años. Hispania, en cambio, era un hervidero de rebeliones después de dos siglos de presencia romana. Una y otra vez, los pueblos se sublevaban. Un fuego se apagaba mientras otra hoguera ardía en el horizonte.

En el norte los pueblos del Cantábrico, resistían encerrados en sus montañas, al amparo de su lluvia y su costa. Augusto en persona decidió acabar con su resistencia. Al hombre no le gustaba demasiado el trabajo en el campo de batalla. Era un político brillante con mucho arte para la venganza, aficionado a jugar a los dados: su viaje implicaba que el asunto era importante.

Así comenzaron las Guerras Cántabras, que durante diez años mantuvieron contra las cuerdas a la mayor potencia militar de la Antigüedad, en una franja de tierra que parecía inconquistable. Eran legiones contra guerrilleros. Ataques y contraataques. Falsos tratados de paz, traiciones, lamentos y lloros. Era Corocotta contra Agripa. Eran convulsiones y gritos en idiomas extraños. Era aquí mismo, en los prados junto a la autovía.

Venció Augusto. Porque Roma siempre vencía. Las Guerras terminaron en el 16 a.C. De los restos de aquellas batallas dan testimonio los museos y los libros de historia. Aprovechando la celebración del dos mil aniversario de la muerte de Augusto, el Gobierno de Cantabria y la Obra Social de Caja Cantabria ponen en marcha un ciclo de conferencias que tendrá como eje central la arqueología de las Guerras Cántabras.

El objetivo principal es reflexionar sobre medio siglo de investigaciones en torno a la incorporación de Cantabria a Roma: de la historiografía exclusivamente literaria al conocimiento arqueológico detallado, los itinerarios y los modelos del ‘Bellum Cantabricum’. El ciclo, que fue presentando esta semana, se iniciara el próximo día 20 de octubre y concluirá el 31 del mismo mes. Las conferencias tendrán lugar en el CASYC a las 20:00 horas. Así se abre la puerta de la historia: nunca está de más echar un ojo por su cerradura.

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