La guerra empezaba aquí

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Jesús Salas || Cantabria No Se Vende (CNSV)

El 26 de febrero de 1986, el Diario Montañés incluía estas dos noticias separadas por apenas ocho páginas: la primera, una pequeña reseña local sobre el tráfico marítimo del puerto de Santander; la segunda, un titular acerca de la enésima ofensiva en la guerra entre Irán e Irak. Aunque dispares, ambas noticias estaban unidas por un hilo invisible: detrás de la “mercancía en tránsito” del Karen Clipper se ocultaban 1.000 toneladas de munición y armas. La guerra, también aquella, empezaba aquí.

Neutralidad ficticia

El Karen Clipper, con «carga en tránsito», en realidad transportaba armas

“No hemos autorizado ni una sola exportación de armas a Irán”. Cuando Felipe González respondía con esta rotundidad en 1987, lo hacía siendo coherente con la política oficial del gobierno español. España abogaba públicamente por la distensión en el conflicto y se había sumado a las resoluciones de la ONU, prohibiendo la venta de material militar a ambos contendientes en 1980. Sin embargo, la realidad era muy diferente. Ahogado por la reconversión industrial, el sector armamentístico español había perdido más de 6.000 empleos y la mayoría de las empresas estaban en números rojos. La oportunidad de firmar jugosos contratos financiados por el petróleo era demasiado tentadora.

No fue solo España. Europa abrazó una política de teórica neutralidad violada constantemente por la venta de armas a ambos contendientes. Además de dinero, conseguían así alcanzar el objetivo estratégico marcado por Estados Unidos: alargar el conflicto sin ningún vencedor claro. Como dejaría dicho Henry Kissinger para la historia, “es una pena que no puedan perder ambos”.

Santander, centro del comercio de armas

A principios de 1983, Gamesa logró cerrar un contrato por valor de 280 millones de dólares para vender armas a Irán. Tanto por el volumen del contrato como por el tipo de material, Gamesa tuvo que recurrir a otras empresas como Unión de Explosivos Río Tinto, Esperanza & Co. y la pública Santa Bárbara. La implicación del gobierno era clara, e incluso se llegó a discutir en el Consejo de Ministros.

Para evitar los controles, se creó un sistema de transporte que tenía su centro en Santander, elegido por tener un puerto pequeño, discreto y cercano a la factoría vitoriana de Gamesa. Oficialmente se hacía constar que los pedidos eran embarcados con destino a Libia y Siria, que facilitaban falsos documentos a cambio de cuantiosas comisiones. Sin embargo, los buques nunca llegaban a sus pretendidos destinos, sino que se desviaban hacia el puerto iraní de Bandar Abbas. Elefteria K, Andros, Atlas, Trautenbels… entre 1984 y 1986, Santander se convirtió en el punto de partida de una línea regular que suministraba munición a Irán.

Pero Santander no solo era el punto de partida de la venta de armas españolas. Desde 1983, un cartel de empresas armamentísticas europeas (públicas y privadas) estaba implicado en la venta masiva de explosivos a Irán. Liderado por la sueca Bofors y la francesa SNPE, estas empresas mantuvieron durante años un flujo de armas y munición desde el norte de Europa utilizando puertos de pequeño tamaño como Zeebruge, Setúbal, Talamone, Kardeljevo… y Santander. En estas rutas, Santander no era una mera escala: figuraba como supuesto destino de la mercancía, pero en realidad embarcaba material de las factorías españolas.

La guerra más larga

Edición del Diario Montañés del 26 de febrero de 1986

En febrero de 1984, unos 300.000 soldados iraníes se precipitaron sobre las defensas iraquíes en la denominada Batalla de las Marismas. El día 29, el mando iraquí entró en pánico ante la posibilidad de una derrota y autorizó el uso de armas químicas. Avionetas de fabricación suiza equipadas con depósitos de construcción española regaron a las masas de infantería iraní con gas mostaza elaborado con sustancias compradas en Alemania y Bélgica causando unos 1.200 muertos. A principios de marzo la ofensiva fue cancelada sin lograr sus objetivos.

El sueño de Occidente se hacía realidad. Durante otros cuatro años, ambos países se desangrarían en una guerra inútil que acabaría en tablas y afianzaría la presencia de Estados Unidos en el Golfo Pérsico. Mientras tanto, en Ginebra, los miembros de las principales empresas armamentísticas europeas se reunían para planificar cómo burlar el embargo y seguir vendiendo armas a los contendientes. En el margen del acta de una de esas reuniones, anotaban: “todo el mundo alegre y contento”.

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