Chavaladas

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En 1987, para un crio de once años, un video club era un lugar mágico. El VHS ya había desbancado al Beta, aunque todavía quedaba una pequeña sección reservada para ese formato justo al lado de una cortinilla roja en donde reposaban las películas X; tras la cual, cuando no miraba el señor del mostrador, nos agazapábamos para contemplar a esas mujeres rubias de bote que nos sonreían desnudas desde unas carátulas de plástico tan recauchutado como sus pechos. Como el acceso a esas cintas nos estaba legalmente restringido, el cine de acción, aventuras y terror eran entonces, nuestros géneros favoritos; películas que, en la mayoría de ocasiones, han envejecido regular siempre que no sean vistas con las gafas de la nostalgia.

Los estrenos se cotizaban a 300 pesetas, por eso había que intentar ir el sábado por la mañana a hacer acopio y así ganar dos días de alquiler. Pasados unos meses las cintas bajaban a 200 y tanto las películas de Serie B como los clásicos en blanco y negro estaban a 100. Importante: si no devolvías la cinta rebobinada el hombre del mostrador te reprendía e incluso te podía llegar a imponer una sanción. En algunos videoclubs, como el Andalucía o el Altamira, también vendían casetes y discos con portadas alucinantes, Peta Zetas, palmeras de nata, maicitos y chicles Boomer. Vamos, aquello, junto a los recreativos, era el jardín del Edén de la chavalada. El futuro estaba aún por conquistar, el barrio era un micro universo infinito y el videoclub la puerta tridimensional hacia el mundo de los adultos. Bendita inocencia. Luego crecimos, atravesamos varias cortinillas rojas e hicimos esto y aquello. Ensayo y error. Cosas de la edad.

Y bien, aquellos establecimientos pasaron a la historia; la oferta televisiva, la piratería y la colonización digital se los zamparon. Todo tiene su fin. Los de mi quinta lo recordarán más o menos así, a los más mayores les parecerá que pasó ayer y los más jóvenes lo tomarán probablemente como una anécdota antediluviana, carente de emotividad e importancia. Sin más. Tempus fugit y tal.

Pero es que, claro, los chavales de hoy es que ya no respetan nada y se lo han dado todo hecho. ¿Les suena de algo? El eco de esa afirmación lleva retumbando en las paredes de la civilización desde las cavernas y, aunque de aquella manera, hasta aquí hemos llegado.

Y ahora que esta nuestra sociedad pretende que uno sea joven hasta cinco minutos antes de recibir la extrema unción, curiosamente, nos ha dado por demonizar a la juventud por actuar como tal. Pero tengamos memoria y hagamos recuento. Desde que empezó todo este asunto del virus muchos han sido los acusados por el implacable dedo delator. Primer fueron los chinos, luego los italianos, más tarde los que paseaban al perro tres veces al día, posteriormente los que salían a dar una vuelta con los chiquillos, después los fumadores, los madrileños, los vascos, los MENAS, los del barrio de la Inmobiliaria y aquel vecino de enfrente al que usted pilló infraganti en la puerta del portal con la mascarilla por debajo de la nariz y encima sonriendo. Todo el mundo se ha atrevido a lanzar la primera piedra y nadie ha salido indemne de la lapidación. La muchachada, como era de esperar, tampoco.

Todos hemos sido jóvenes, hasta los más rancios de la clase lo fueron. Y me refiero a joven de verdad, de edad, no eso que ahora nos venden como eterna juventud y que no deja de ser otra estrategia de marketing para hacernos pasar por caja de nuevo. Que vale, que ya sé que usted está muy bien conservad@ y se acaba de comprar una tabla de surf, una moto muy ruidosa y se ha creado un perfil en Tinder en el que sale tope triscable. Perfecto, como no. Por eso mismo, aunque sea por su propia dermis, trate de ponerse por un instante en la piel de cualquier zagala o zagal. No pretendo con esto hacer una oda a la irresponsabilidad ni defender ciertas conductas individuales, en absoluto. Vivimos tiempos en los que hay que extremar precauciones y, por supuesto, a la chavalería no está de más exigirla un sobreesfuerzo. Lo que ya es directamente imposible es pedirles que dejen de tener la edad que tienen.

Y dentro de bastante menos de lo que ellos suponen (¡Ay¡ pobres polluelos), estos jóvenes, estarán condenados a repetir la dichosa frasecita cavernaria. Solo que en vez de hablar de cintas de casete y videoclubs contarán batallitas sobre aquella pandemia que les tocó vivir o vaya usted a saber. Es ya su historia. Si no, hagan la prueba, rebobinen la cinta, piensen en su yo adolescente, rescátenlo del pasado y a ver que les cuenta. Yo lo acabo de hacer y ya ha tenido que venir el señor del mostrador, correr la cortinilla y echarme la bronca otra vez.

 

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