De setas y disturbios

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Si algo me ha enseñado esta pandemia es a sacar siempre de la ecuación el término igual. Hagan la prueba. Si alguna autoridad política o sanitaria abre la boca para advertirles que igual ocurre esto o aquello, dense. No falla, tachen el igual. Es cuestión de días, quizá de horas, minutos o segundos. El tiempo corre en su contra. Así que ante la oscura sombra que se cierne de que (igual) haya un nuevo confinamiento domiciliario, decidí ir a por setas al monte antes de que fuera demasiado tarde.

Estamos en temporada, el otoño celebra su apogeo, ha hecho un fin de semana magnífico y el monte cántabro nos regala una estampa multicolor que haría infartar al mismísimo Stendhal. Así que, respetando perímetros, bandos y protocolos, yo y un reducidísimo grupo de convivientes (antes conocidos como mi familia) nos fuimos a hacer un poco el dominguero enmascarado; alejándonos del mundanal ruido y pernoctando durante un par de noches en un confortable alojamiento rural que cumplía a rajatabla todas las condiciones y tal.

La chimenea humeaba, cortejaban los grillos y cantaba la alondra a orillas del Saja, cuando en varios puntos del país se originaban los disturbios. Era cuestión de tiempo, ya venían en el telediario metiéndonos en canción y los ánimos, lógicamente, cada vez están más caldeados. Acabadas la pasta y la paciencia siempre hay a quien le da por quemar un par de contenedores y lanzar unos adoquines a los hombres de negro. Otros, en cambio, con los garitos cerrados, parecen tomarse la jarana como un simple divertimento. Yo, mientras tanto, ajeno a la revuelta, debía andar a esa hora metiendo unos choricillos en la lumbre o echando un culín de sidra al calor del fuego amigo.

La cuestión es que, a la mañana siguiente, mientras les daba unos mendrugos de pan a un par de simpáticos burros, eché mano al teléfono y me enteré de los altercados. Como buen masoquista me di una vuelta por la prensa local y nacional. Mi intención era averiguar quienes habían sido los incendiarios y de esa forma tratar de entender los motivos y las reivindicaciones de tales actos. No me quedó muy claro, la verdad. Dependiendo del sesgo de la publicación o del área geográfica, los pirómanos cambiaban de raza, credo e incluso peinado. Los unos acusaban a la ultraderecha, los otros a la izquierda antisistema, los de más allá directamente a los MENAS y algunos a los Cayetanos enzarpados. Incluso llegué a sospechar que, dada la inminente cercanía de Halloween, alguien acabaría por culpar de la gresca al fantasma tullido del cojo Manteca.

Así que, en un triple salto mortal hacia atrás, pulsé el botón y me fui a sumergir en los comentarios de los lectores de tales publicaciones; un acto morboso e inmoral, reconozco. Allí la cosa parecía arder con más intensidad que en las revueltas y el tono subía varias trillésimas de decibelios. Las denominaciones de origen entonces cambiaban; los MENAS se convertían en mohameds y panchitos, los ultraderechistas en nazis con la cabeza rapada y esvásticas tatuadas en los párpados, los radicales de izquierdas en rasta-okupas antisistema y filo etarras, los hijos de papá en pijos asquerosos y cualquier chavala o chaval que mostrara los tobillos y llevara puesta la capucha pasaba a ser una choni o un cani de mierda, respectivamente. Vamos, un revoltijo de tiros al aire e improperios que ni el aire puro de la montaña logró clarificarme. Y no hablemos de la ortografía, que vale, a casi todos de vez en cuando se nos cuelan, pero algunas faltas resultaban casi tan punibles como los propios altercados.

Los burros, que todavía aguardaban a ver si yo me sacaba otro mendrugo de pan de la chistera, resoplaron y me miraron con esos ojos afables que les otorgó la naturaleza. En ellos pude leer un clarísimo: ‘’¿Pero tu no habías venido a por setas?’’. Razón no les faltaba. Y claro, como de micología ninguno de los convivientes teníamos ni idea, setas apenas cogimos, pero como dijo aquel, la recompensa está en el camino. Hay que disfrutar mientras se pueda, que la cosa (igual) se pone fea.

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