La sucursal de la precariedad

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En todas las ciudades hay una de esas esquinas desde las que se ve una zona de bares, restaurante, y, en las escasas horas muertas, a esos ciclistas con sus mochilas cuadradas a la espalda.

Tendréis alguna de esas esquinas en mente. En ellas, entre viaje y viaje, a veces hacen su pausa aquellos que apenas pararon de trabajar en la pandemia, los que siguieron abiertos incluso cuando había restaurantes que abrían menos, porque sus motos tienen el efecto mágico de sortear las limitaciones de aforos.

Están allí, en las esquinas de todas las ciudades, esperando a que ese jefe que tienen, que es el teléfono móvil y que les da más o menos trabajo en función de su puntuación –porque ellos ya viven en un fin de temporada de Black Mirror-, les diga cuál es su próxima misión.

Tienen lo peor de los autónomos (la falta de horarios, el estar siempre disponible, la menor protección), y lo peor de los trabajadores. Eso significa que alguien en el otro lado está consiguiendo de ellos lo mejor de los autónomos: la falta de horario y el menor coste en protección social, y lo mejor de los trabajadores, el tener cubierta la plantilla y las necesidades de la empresa.

Pero sucede que incluso en las esquinas en las que más precariedad se acumula, a veces la moneda cae de cara.

Una de las primeras victorias judiciales laborales la ha conseguido un cántabro, cuyo nombre nos recuerda a alguien que el mundo de la cultura de Cantabria lleva años añorando.

El cántabro que se convirtió en la primera persona en derrotar a Glovo en los tribunales

Es Isaac Cuende, hijo de Isaac Cuende, el autor de La sucursal, de La Machina teatro.

Es La Sucursal, interpretada por Fernando Madrazo, el cuentacuentos Alberto Sebastián y el también desaparecido y añorado Luis Oyarbide, una obra premiada, arriesgada e incómoda, en la que muchos pensamos cada vez que oímos sonar un acordeón.

La sucursal nos lleva a otras esquinas del mundo, a una especie de fábrica de pobres a los que unos encargados les explican a los curritos como tienen que trabajar para conseguir dinero para unos jefes invisibles, desconocidos, exigentes y controladores.

El propio título de la obra nos lleva a pensar que encima no estamos ante una situación puntual, algo que pase sólo en esa esquina de esa ciudad.

Hablamos de toda una franquicia que está detrás de algo que vemos tan consustancial a las ciudades como la gente que pide en la calle o los ciclistas con la bolsa cuadrada a la espalda.

Lo peor de todo no es la ironía de lo inevitable, lo grotesco de cómo sucede, el cinismo del encargado que tira de escuela de la calle o la resignación de los trabajadores de la empresa, pobres que no terminan de ver salida pese a estar trabajando y cumpliendo unas normas que no terminan de entender.

Tan indescifrables como el sistema de horarios y de reparto de trabajo, tan desolador como la falta de compañeros de trabajo en los que apoyarse.

Pobres cuyo trabajo parece eso, ser pobres, por contrato, sellado y por triplicado.

Lo peor es que Isaac Cuende padre se adelantó y en la obra, dirigida por Paco Valcarce, nos contó algo que ya no es teatro.

Lo sabemos porque no suena el acordeón, porque no se baja el telón en el escenario y porque no encontramos ningún motivo para aplaudir al final de la historia de la sucursal de la precariedad.

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