Contra el olvido

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Los recuerdos son fósiles latientes de acontecimientos -personales, familiares, sociales-, que la memoria va recogiendo en los yacimientos del vivir, y que el corazón atesora. Al acecho está la herrumbre del olvido, enterrador de recuerdos, contra el que hay que estar prevenidos, para impedir, al menos dificultar, su afán destructor de nuestro pasado. Y hay una memoria, que es memoria de memorias que, aun sin ser desmemoriados, algunos la quieren anegada de olvido -el olvido de la memoria, la memoria del olvido-, y por la que otros luchan, para que de ella no desaparezcan sucesos, que yacen en carne viva en la memoria, recuerdos dolorosos, impulsores de acciones, que lleven a enterrar al enterrador, el olvido: es la memoria histórica, una facultad colectiva de amplio espectro, que pretende no dejar cabo suelto, investida de ley, respecto de actos punibles imputables a los hacedores de un Estado dictatorial, mientras y tras una guerra fratricida, cuyos restos esperan una reparación, y de la que los vencedores quedaron satisfechos y compensados, en tanto que a los perdedores se les arrancó con la vida, incluso, el nombre. Entre los recuerdos, de los que la memoria histórica es depositaria y custodia, palpitan sin desmayo los de los asesinatos y enterramientos criminales, de quienes fueron hechos desaparecer bajo tierras ignotas, con toda la carga de sus, tan leves como trágicas, existencias a cuestas, pero que viven en una memoria, que reclama justicia y dignidad, y su rescate de olvidos culpables, para que pueda instalarse la paz en el corazón de la historia.

Esa memoria, que no debería descansar hasta que se sepa redimida de desgarradores hechos históricos, resistentes al olvido, es también susceptible de tratamiento artístico, en cualquiera de sus expresiones. Quizá sea el teatro una de las formas más significativas de mantener viva la memoria de lo que nunca debió ser. Y quizá el teatro documental sea el concepto escénico, que con más rigor con la verdad y más precisión comunicativa se pueda referir a los hechos, sin perjuicio de las exigencias artísticas.

Teatro documental es la obra estrenada en el Palacio de Festivales de Cantabria, en la tarde-noche de ayer, 23 de enero, “Blanco roto”, una producción de Ábrego Teatro. Escrita por Pablo Escobedo, que también la interpreta con Antonio Fernández, y la dirige Pati Domenech. El teatro documental tiene como tema hechos de los que hay testimonios, orales o escritos, para los que se concibe una dramaturgia, con la que más eficazmente transmitirlo. “Blanco roto”, que es el blanco sucio de los huesos rotos, que sostuvieron cuerpos con ideas, ideales y emociones, enterrados con odio, sin compasión. La obra documenta en escena la información hallada recientemente en los archivos parroquiales de Limpias (Cantabria), en los que constan los nombres de 74 combatientes republicanos, muertos en batalla durante la Guerra Civil española, desaparecidos bajo tierras, inasequibles al olvido, tanto sus vidas como sus muertes. La búsqueda, por parte del sobrino, de los huesos rotos de su tío, para descanso de la memoria de su anciano padre, hermano del buscado, dio con los documentos que testimonian lo ocurrido.

Es a esa indagación, a la que Pablo Escobedo pone el relato, de un modo secuencial, por el que se siguen, debidamente articulados los distintos momentos, que jalonan el proceso de la búsqueda y el desarrollo de la función. Secuencial y al mismo tiempo cerrado sobre sí mismo, sin perjuicio de dejar abierto un resquicio al deseo de que todos los blancos rotos los recomponga una memoria activa, que si no salva la historia, al menos la honre en quienes quedaron en sus oscuros márgenes. Si la estructura de la representación fluye, sin pausas y sin precipitaciones, el texto que lo narra y lo sustenta es rico en lenguajes y tonos con sus matices, desde el transido de humanidad dolida -padre/hermano e hijo/sobrino-, hasta el de la abrupta burocracia -funcionario-, pasando por el de las pretensiones científicas -antropólogos forenses- y el escepticismo realista y esperanzado del enterrador, que ha de desenterrar legalmente a quienes otros enterraron en la clandestinidad y el oprobio. Por ello el texto está atravesado por una épica de la memoria, en la que no hay sitio para lo hímnico, pero sí para una emoción dura, de las que pesan en el pecho, mas sin concesiones a sentimentalismos ni descensos a denuncias explícitas de lo que se denuncia por y en sí mismo. Lenguajes y tonos, acompañados por objetos de reconocible simbolismo, acordes con los distintos registros interpretativos y situacionales en el espacio y en el tiempo escénicos, biográficos e históricos. El trabajo actoral expresa el potencial dramático de la situación con una tensión emocional, que por instantes alivian amagos de una ironía de circunstancias, que no les, ni nos distancia del drama, y que solo pueden ofrecer, excelentemente dirigidos, actores con la excelencia contrastada de Pablo Escobedo y Antonio Fernández, quienes en “Blanco roto”, asumen varios personajes, en distintos espacios que ocupan el escenario: domicilio familiar, dependencia oficial, cementerio…, además de los espacios de la sensibilidad, que no ocupan otro lugar que el de la intimidad y la palabra de los personajes, en comunicación con la sensibilidad y la conciencia de los espectadores, a las que tocan.

“Blanco roto” no es teatro de tesis. Es teatro de situación, que añade documentación escénicamente dramática a documentos humana e históricamente trágicos, de modo que los valores éticos se compadecen con los estéticos. Teatro documental, que no ha recurrido a proyecciones u otros medios gráficos, sino que le basta un buen texto y unos buenos actores para ser teatro del bueno. Teatro que reivindica la memoria y desafía al olvido.

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