Foto: Carlos Atienza

«Nada tengo. Nada pido. Estoy en paz. Dios está conmigo»

Jose ha pasado el invierno en los soportales de Santa Lucía. Antes estuvo en la Plaza de las Cervezas, en Correos, en el centro de acogida Princesa Letizia, en Reto, en prisión y en mil sitios más. Ahora dice estar en paz con él mismo. (Foto: Carlos Atienza)
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Las farolas alumbran ya la noche cuando, por fin, me decido a subir las escaleras de la iglesia de Santa Lucía para tratar de hablar con la única persona que sigue durmiendo en los soportales ahora que lo más duro del invierno ha pasado. No sé si él estará dispuesto a prestarme atención. No sé si hablará castellano, si le molestaré, si reaccionará bien ante mi atrevimiento, si querrá charlar conmigo y responder a mis preguntas. No sé nada de eso, pero, tras unos cuantos días dándole vueltas y, por qué no reconocerlo, vencer algunos prejuicios, me decido a probar.

Cuando llego a su lado está sentado sobre unas mantas, dando buena cuenta de una tortilla medio envuelta en papel ‘albal’ y, cuando ve que me acerco para dirigirme a él, estira la mano y se coloca su mascarilla quirúrgica.

Jose, en Santa Lucía, descansando antes de acostarse

Jose es un hombre de la calle. Uno más de esos que ya nos hemos acostumbrado a ver o, mejor dicho, a no ver tumbados en los cajeros, durmiendo al abrigo de los soportales y deambulando por la ciudad a cualquier hora del día.

Viste unos pantalones vaqueros, una camiseta roja y unas chanclas azul marino que calza sobre unos calcetines. Está moreno, es alto, tiene aspecto aseado y modales correctos. Pronto cumplirá 60 años.

60 años que ha pasado criándose en reformatorios y alternando, más tarde, estancias en prisión con residencias en el Centro Reto y algunos periodos de libertad absoluta como el que atraviesa ahora.

CLAUSTROFOBIA

«Es que yo ya, después de tantos años preso, no puedo meterme en un centro de esos que hay de acogida porque, al final, termino agobiándome y no lo soporto. He dormido en muchos albergues y centros para transeúntes, pero es que me ahogo, echo en falta la libertad y termino siempre en la calle», me cuenta, disculpándose por no vocalizar bien. «Entre la mascarilla y que, como he adelgazado, la dentadura que me hice hace dos o tres años, que me costó 900 euros, se me ha quedado grande y la tengo guardada, me cuesta pronunciar bien».

Foto: Carlos Atienza

Jose, sentado en una sucursal del Santander

Lo cierto es que Jose, así como está escrito, con acento en la primera sílaba, se expresa mejor que bien. Tiene la voz cascada y el acento ese con el que habla la gente que ha vivido en muchos sitios y en ninguno a la vez. En su discurso, a veces alarga algunas sílabas, como para dar ritmo a la frase y también  intercala palabras que, sin tener sentido en sí mismas, sí que aportan mucho al relato y se convierten en una especie de banda sonora de su vida. Así, en mitad de una frase puede decir ‘pim, pam’, o más completo todavía, ‘pim, pam, pum’. Dice también ‘pacá, pallá’, que es una buena forma de resumir su vida completa y, luego, siempre que habla de sus viajes en tren, se refiere al ‘pica pica’, vamos, ese señor que siempre termina pidiéndole el billete que nunca lleva encima.

SU RUTINA DIARIA

Comedor social El Rescate, en la Cuesta del Hospital

He estado con Jose varias veces, tras esa primera toma de contacto. «Por el día, me encuentras por el Banco Santander que hay a la salida de la calle Cervantes, frente al túnel del Pasaje de Peña. A comer, suelo ir al comedor social ‘El Rescate’, en la Cuesta del Hospital y, a ducharme, voy a la Cocina Económica. Luego, a última hora ya estoy en Santa Lucía. Aquí dejo mis cosas, que son éstas que ves y aquí paso la noche que, en invierno, cuando le pega bien, no sabes qué frío se pasa», me dice señalando las cuatro mantas y la pequeña bolsa en la que guarda todas sus pertenencias.

Es consciente de que muchas veces no ha hecho bien las cosas, pero también recuerda que ha pagado su condena por todas ellas. Desde el 97 no ha cometido ningún delito y dice que ha llegado a un momento «en que ya te piensas las cosas de otra manera y me fastidia que algunos no me quieran dar esa confianza». «Pero yo les agradecería que me diesen una oportunidad para intentar hacer bien las cosas. Si vuelvo a fallar, lo tendré que asumir, pero si no me dan la oportunidad, nunca podré demostrar que puedo hacerlo. A estas alturas de mi vida, lo que pido es tener un poco de suerte de una vez», añade.

UNA INFANCIA COMPLICADA

Foto: Carlos Atienza

Jose en invierno, durmiendo en Santa Lucía

A Jose la vida se le complicó desde bien pronto. Seis hermanos viviendo con unos padres que no se entendían bien.

«Recuerdo cuando mi madre nos cogió a todos y nos dijo que nos teníamos que ir porque había matado a mi padre. Yo le vi con una sábana llena de sangre en la cabeza y te juro que pensé que era Jesucristo. No. No le había matado, pero salimos todos corriendo hasta el Barrio Pesquero donde nos metimos en casa de mi abuela. Mi madre me mandaba por las puertas a pedir cuando yo era bien pequeño. Algunos días había para cenar, otros no. Siempre comíamos nosotros antes y, si sobraba algo, eso se lo comía ella. No tuve cariño nunca, no lo recuerdo. Luego, para remate, mi madre se juntó con un hombre de mala vida, alcohólico, y mi padre con una buena elementa. Nosotros en casa de mi abuela todos, que era poco más que una cocina con una lumbre donde pasábamos las horas,  nos calentábamos y se cocinaba», recuerda Jose.

Eso fue antes de que los servicios sociales le llevasen a Suances, donde fue al colegio por primera vez. Estando allí falleció su abuela y, si es que las cosas podían empeorar más aún, eso es justo lo que pasó.

«De Suances ya me llevaron a Viérnoles a un reformatorio y de Viérnoles a Cajo y después a Vitoria. A mis hermanos ya no los veía nunca. A nosotros siempre nos faltó el cariño. Y, ya sabes, yo con los colegas, pues éramos menores de edad y robábamos coches y dábamos tirones de bolsos… Como el Torete. Igual. En Cajo llegamos a robarle el 600 gris a Don Ismael, que era el educador del reformatorio. Le quemamos el motor y me dio una pila de palos… . Así, fechoría tras fechoría, hasta que un día, cuando tenía 17 años, me llevaron al tribunal de menores y el juez me dijo: ‘José Manuel, se te acabó el reformatorio, al talego, tronco’. Y ya ahí me cogieron dos policías y, ni siquiera pasé por comisaría, me llevaron directo en un seat 124 hasta la provincial», relata.

Una condena de tres años y 6 meses  por robo de coche y atraco a una cafetería  le llevó finalmente hasta la prisión de Bonxe, en Lugo. Una condena que quebrantó cuando, tras un permiso, no volvió a entrar.

DEL REFORMATORIO, A LA CÁRCEL

Foto: Carlos Atienza

Con las monedas que recoge, se compra algo para la cena

José se las arregló para volver a casa con su madre, pero, a los pocos días, no sabe ni cómo, llegó a Irún en autobús; de allí a Gerona, donde encontró un compañero de viaje con el que decidió ir al valle de Arán para buscar trabajo cortando leña de los bosques y es allí donde una brigada les pide la documentación y pone fin en ese momento a su aventura pirenaica: «Me dicen: José Manuel, estás en busca y captura porque has quebrantado un permiso, amigo. Y ya de ahí al calabozo, luego a Lérida dos o tres meses y otra vez a Lugo, que ya me mandaron a Monterroso, de donde salí en el año 84».

Hasta ese momento, Jose no estaba enganchado al caballo. Fumaba porros, eso sí, y «tripis, supermanes y toda esa movida, hija, pero nada de heroína ni cocaína».

Eso llegó después, cuando terminó de cumplir condena y regresó al barrio. Entonces fue cuando ya empezó su carrera delictiva a lo grande. «Ahí, pum, con la cocaína, pues las gasolineras, ésto, lo otro, de acá para allá, iba todo a lo loco», me cuenta haciendo un resumen rápido de una época en la que fue acumulando delitos por los que luego pasaría un buen puñado de años recorriendo distintos centros penitenciarios.

CUATRO AÑOS DE LIBERTAD

Entre 1985 y 1989 José vivió en libertad, con trabajos esporádicos en el puerto, enganchado a las drogas hasta que su tía un día le montó en su Renault 8 azul y le llevó hasta Bilbao donde, ya con el mono, se subió a un autobús hasta Barcelona para ingresar por primera vez, en un centro Reto.

Foto: Carlos Atienza

Su lugar durante el día

Cuatro meses pasó allí desenganchándose de sus adicciones. Cree que lo mejor de Reto fueron aquellos años, cuando la organización comenzaba a andar. Y, cuando consideró que ya estaba en condiciones de salir del centro, se plantó en las calles de Barcelona.

«De repente me veo allí, en esa ciudad, sin un pavo y, como no sé muy bien qué hacer, decido subir en un tren hacia Bilbao. Me monto y al poco, pim, pam, el pica pica que me pide el billete y yo, sin billete, por supuesto, así que en la primera estación donde para el tren, me tiran como a un perro, ahí, en mitad de la nada, en un apeadero de mala muerte  y, claro, ahí me quedo durmiendo tirado en mitad de ningún sitio hasta que al día siguiente empiezo a andar por los pueblos, que no sabía ni donde estaban, porque hablaban entre maño y catalán. Pero, al final, conseguí llegar hasta Zaragoza, después a Soria, de ahí a Burgos y , pim, pam, después hasta Santander», enumera.

Entre 1991 y 1994 Jose vuelve a Reto: «a mí, lo que más me ha valido de reto es que, aunque yo de pequeño ya creía en Dios, cuando viví en comunidad en Reto, lo sentí conmigo de verdad, conocí el verdadero amor de dios en mi vida y durante esos años yo viví felizmente allí, pero, lo que son las cosas, tuve un problema con una chica, me cambiaron de comunidad y me mandaron a Alicante». «Aquello me descentró mucho», admite.

ESPOSADO EN EL FUNERAL DE SU MADRE

Reconoce que siempre ha vivido «a trancas y barrancas, entrando y saliendo de las cárceles». «En Villabona, por ejemplo, estuve, pero en el terapéutico. Aprendí muchas cosas, pero claro, al estar tanto tiempo encerrado, luego sales a la calle y es que no sabes desenvolverte. Te desenvuelves porque sabes callejear un poco y tal, ‘pacá y pallá’ pero ya empiezas a encadenar condenas, las cosas se complican y te das cuenta de que no hay nada que hacer. Cuando mi madre murió, en 2002, yo estaba en el Dueso, y salí esposado para asistir a su entierro. Mi padre falleció antes, en el 97 que estaba yo en la provincial, pero mi familia no me quiso sacar. Ya te digo, nunca ha habido verdadero amor entre nosotros. Ahora mismo, si me muero, no creo ni que se enteren, la verdad», me cuenta con una sinceridad y un aplomo de quien ya ha asumido que esa es su realidad.

RETO, ACCAS, NUEVA VIDA

Rodeado de todas sus pertenencias

Jose terminó de cumplir su última condena el 24 de octubre de 2014, que, según me dice, era lunes.

«No creas, yo de la cárcel sí que he sacado cosas positivas. Lo primero es que si no hubiese estado allí, lo mismo ahora estaba muerto. He estado mucho en unidades terapéuticas que eso me ha venido siempre bien. Luego pues aproveché para hacer deporte y también formación. Hice cursos de informática, de arte, de Sida, porque yo me contagié en la provincial en el 98, con una insulina, pero he tirado para adelante bien. Hasta ahora no he tenido que tomar medicación. He empezado hace poco, con las defensas en 300. Pero allí la vida era dura. Date cuenta de que a mi nunca nadie me fue a ver; nadie me mandó dinero. Estaba solo…. estaba completamente solo. Fueron años en una especie de Triángulo de las Bermudas: del Dueso a León, de ahí a Villabona y otra vez al Dueso. El primer permiso que yo pude disfrutar fue después de pasar nueve años seguidos en prisión y gracias a la gente de Nueva Vida. Luego ya con Reto pude terminar de cumplir la condena. También los de ACCAS me echaron una mano y hasta me empadronaron ahí, en la Calle Castilla que es donde tengo yo el médico. A veces pasa por aquí, por Santa Lucía y me pregunta. El conoce mi situación, mi desarraigo y se interesa por saber qué tal estoy. Se lo agradezco, de verdad», cuenta.

EN LA CALLE

Lleva en la calle ya siete años. Viviendo como puede y donde puede. Tiene una pensión de 400 euros, con los que, dice, «me organizo de aquella manera».

El invierno en la calle es duro

Ha vivido entre Santander, Oviedo y Gijón. Ha pasado temporadas en Reto, en albergues y en la calle. Ha viajado siempre en tren, pero nunca con billete.

Ha tenido días mejores y días peores. Recuerda cuando en Oviedo, un día que estaba lloviendo, un chico se paró a charlar con él y le dio un billete de 50 euros. Lo cuenta como si le hubiese tocado el gordo de la lotería, pero, claro, su expresión cambia cuando recuerda que le salieron costras en la cadera de pasarse el día tumbado en las escaleras laterales de la Plaza de las Cervezas.

«Yo tengo un poco de claustrofobia porque han sido muchos años preso y, quieras que no, adaptarte luego a la vida, estando encerrado, no es fácil. Me gusta la libertad, pero con control, no libertinaje. Marché con la mochila hasta que me la robaron, y pasé una temporada mala en la Plaza de las Cervezas, porque a mí es que cuando se me baja la autoestima, me quedo frustrado, me apalanco en un sitio y me da todo igual. Ahora aquí en Santa Lucía, no estoy mal. Puedo dejar mis cosas durante el día y venir a dormir. A veces llego y algún vecino me ha bajado cena. Ayer, por ejemplo, me trajeron una paella que estaba de muerte y hoy, tengo esta tortilla, que me ha traído una señora. Así voy pasando los días, que en Navidad, no veas, la de comida que nos traía la gente a los que estábamos aquí por la noche», describe.

Jose ha dormido en albergues de Asturias y de Cantabria, pero también en cajeros, en soportales y en plazas: «la pandemia me pilló en el Centro de Acogida Princesa Letizia y allí estuve, pero al final, lo de siempre, terminé marchándome a la calle porque no aguantaba más encerrado».

LOS SINTECHO DE SANTA LUCÍA

Foto: Carlos Atienza

Invierno en Santa Lucía. Jose en primer plano, al fondo, ‘el italiano’

Jose me informa también sobre la razón que me llevó a acercarme a él. ¿Qué ha pasado con los otros tres que dormían en los soportales de Santa Lucía desde que empezó el invierno?

«Pues el italiano, que no hablaba nunca, solo daba las gracias si le ofrecías algo, a ese le han llevado a un centro; Lucas, que se tuvo que ir, pero ya ha vuelto; Paco se fue a un sitio que le dejó su familia. Un garaje, creo y Santi…. Santi se murió aquí el otro día. Estuvo dos días en coma y aquí mismo se murió. Yo le veía por la noche, cuando venía a dormir, porque por el día no estoy aquí, y pensé que igual había tomado algo, pero no. Pasó dos días y dos noches mal, mal y no aguantó».

Termina de contármelo y se hace un silencio entre nosotros. Yo me quedo sin palabras tras escuchar esa historia. No sé qué decir, porque me impresiona profundamente ese final y él, supongo que afectado por recordar una muerte vivida tan cerca  y en esas condiciones.

Pero, de repente, como si se abriera una puerta y entrase un soplo de aire fresco, aparece de la nada una adolescente vestida con el uniforme de un colegio de Santander, agarrando una carpeta y con una guitarra colgada a sus espaldas.

«Hola Jose, ¿qué tal estás?, que estaba preocupada, porque el domingo no te ví». Jose se alegra de la visita y se ponen a charlar animadamente, como lo hacen dos amigos acostumbrados a compartir conversación. Ella le pregunta si está bien, si necesita algo. Le ve en chanclas y le pregunta si no tiene otro calzado. El le dice que sí, que tiene unas zapatillas de deporte, pero que hoy se ha puesto las chanclas, que está bien, que está cenando una tortilla que le ha llevado una vecina…..

Y entonces Jose se interesa por la guitarra y nos cuenta a las dos que él tenía una, pero que se la dejó a otro para que se la guardara y se la vendió a sus espaldas. La recién llegada, que tiene 15 años, según me cuenta luego,  no lo duda, descuelga la guitarra, la saca de su funda y se la da a Jose que, ilusionado, comienza a tocar y a cantar un repertorio de canciones religiosas que parece no tener fin. ·»Aprendí en Reto», nos dice. Y sigue. ‘Diooooosss, me a a ama…’

LA DESPEDIDA

Con la charla y la visita se nos ha pasado el tiempo y el toque de queda nos obliga a despedirnos. Le digo a Jose que voy a contar su historia y le parece bien. «Para un libro, tengo», me dice mientras se acurruca entre sus mantas y las cuatro cosas que guarda en una bolsa.

A mí, en casa me espera mi familia, una cena caliente y una buena cama.

Me alejo por los soportales y, cuando estoy a punto de comenzar a bajar las escaleras, le oigo que me llama desde el otro extremo. «Que pases buena noche, que duermas bien y descanses», me desea.

 

 

 

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