Hacerse mayor

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“Si no quieres estudiar ya sabes lo que toca,a trabajar” es la frase que mi padre me dijo cuando no tenía mas de 17 años, un año antes de ser mayor de edad y poder tomar mis propias decisiones sin que nada ni nadie tuviera autoridad para decirme lo que podía o no podía hacer con mi vida. Es mentira, no sé si te haces mayor de edad, se que no sucede a los 18,no aquí, no ahora. Tal vez cuando los jóvenes se ven obligados por las circunstancias a colaborar en la economía familiar y  abandonar la escuela antes de tiempo para así “hacerse un hombre”. Es curioso el carácter propiamente masculino de la afirmación, no recuerdo que con las chicas pasara lo mismo, no de la misma manera, hacerse mujer implicaba algo totalmente diferente. Que curioso que desde tan jóvenes se nos marque ya con lo que significa ser esto y lo otro. Y qué difícil desprenderte de todas esas marcas, de todos esos ritos iniciáticos que te llevaban a hacer de los años solo un número que nada tenía que ver con la edad.

“Mira como tira de sacos, tu chaval está hecho todo un hombre ya”. Y de esa forma e empiezas a ser y sentirte aceptado en el grupo de “los mayores” como recuerdas que les llamabas cuando eras un crío. Y con ello todo lo que eso significaba, ser escuchado, valorado y juzgado como un “Hombre” te hacía sentir tu presencia en el mundo. Ganar dinero, ser autosuficiente te daba el poder de tener tu propia voz. Con el tiempo descubres que ser o hacerte un hombre es otra cosa, que ser o hacerte mayor son otras cosas. Quizás, lo que te “hace mayor” es cruzar la frontera de la infancia y se entiende más por lo que dejas atrás. Y así el mundo de lo que será se convierte en el mundo de lo que ya es, y esa realidad deja menos espacios a los sueños porque cuando soñamos imaginamos un futuro donde todo es posible. La niñez nos ofrece la utopía al alcance del tiempo, quizás por eso quien no renuncia a ella siente que aún sigue vivo el niño que lleva dentro.

Total que con 18 años recién cumplidos estaba colgado de un andamio rehabilitando fachadas y recuerdo todas esas sensaciones de ser un crío e intentar no desentonar en un mundo de hombres donde la fuerza y el aguante eran los valores para ganarte el respeto de tus compañeros. Descubrir también que tras esa dureza habitaba el padre que se reventaba la espalda con mas de 50 años para currar a destajo y enviar dinero a su familia a cientos de kilómetros de distancia. Y en esa dureza se descubría también la nobleza de personas que ya no recordaban exactamente cuando dejaron de ser niños.

Habría de todo, no es cuestión de idealizar, pero demasiadas vidas machacadas demasiado pronto subidas a un andamio que se levantaba hacia el cielo desafiando las leyes de la gravedad, si mallas de seguridad. Puesto, como se decía, “al aire”. Y recuerdo como ese mismo aire lo movía cuando azotaba el viento y la lluvia y había que seguir porque no quedaba otra. Sin arneses de seguridad, sin cascos. Recuerdo ver llegar un mercedes y ver salir de él a quien decían que era el jefe: Un empresario valenciano que recorría el país llevándonos de una obra a otra. Y claro, como habíamos firmado el contrato “hasta fin de obra”  nadie especificaba hasta el fin de qué obra ni de dónde, decía entre risas, como si eso fuera lo normal. Nos metía en el mercedes, media noche conduciendo hasta Zaragoza y allí la misma historia. Por cierto, si venia una inspección de seguridad nos avisaban unos días antes y para el día en cuestión estábamos todos uniformados cumpliendo toda la normativa habida y por haber. Tras pasar revista el inspector se iba a otra obra, al igual que  el equipo que nos daban para evitar la multa.

A esa edad estas cosas se viven como una aventura, no tienes, por lo menos yo no la tenía, consciencia de los riesgos que corres. Al fin y al cabo eso, entre otras cosas,  “es ser un Hombre”. Es cierto que no todos creían que ser un hombre era eso, pero también es cierto que el dinero no nace de los árboles y era como lo de las lentejas, “si las quieres las comes y si no …” pues eso. Eso si ,dejarlas, las lentejas quiero decir,  implicaba que no había segundo plato y el postre eran facturas sin pagar, cola del paro, o aquello que fuera lo que a cada uno le llevara a aceptar una situación así. No todos lo hacían. Cada cual tenía sus razones y todas su porqué. Pero todos sabíamos que no era justo.

Era solo cuestión de tiempo que sucediera, no era la primera vez, no fue la última. Otro obrero muerto estrellado contra el suelo, otro “accidente laboral”. Recuerdo que en ese momento sentí realmente que me hacia mayor. (Hubo más, aún los hay).

 

 

 

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