Aguantar la respiración

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Sobrevivir a un naufragio no es fácil. Al salir del puerto hacía buen tiempo, nada presagiaba la que se avecinaba. El aire se volvió como enrarecido a unas millas cuando ya estabas en mitad de la nada. Pero esa nada se veía hermosa, se llenaba con constelaciones de cúpula celeste. La noche clara, la luna tan redonda y gigantesca que sobrecogía un poco. Jugabas a pensar que veías a tribus de lunáticos recorriendo llanuras de arena blanca, construyendo catedrales en cráteres y saludando desde sus ventanas abiertas al universo que tú habitabas. Tras las ventanas sus vidas parecían perfectas, alrededor de las velas que les alumbraban. Porque en la Luna las velas no se apagan , son como luciérnagas incandescentes sacadas de un mar de lava. Siguen ahí viendo pasar las generaciones de quienes habitan las casas y de las casas también. Porque en la luna las casas están vivas y sus moradores son invitados de por vida, a no ser que las hagan daño. La verdad es que no se recuerda lunático que haya dañado a la Luna. Quizás por eso las velas no se apagan. Hay muchas teorías al respecto.

Quien sabe piensa, si algún día me decido a viajar a la Luna tal vez lo averigüe. Y con la espalda sobre las tablas de cubierta,  boca arriba con las manos cruzadas tras la nunca y el pie derecho balanceándose sobre la rodilla izquierda doblada como el compás con el que cada viejo capitán marcaba sus cartas de navegación, contaba las estrellas con la firme convicción de lograr aproximarse al infinito. Era consciente de su osadía, o tal vez no. Sin embargo, quien desafía a la corriente, quien se cree capaz de grandes gestas, de esas que cambian el curso de la historia, tiene que ser soberbio, y con ese punto de insolencia con la que el punto de mira es mas grande que el horizonte que apunta.

Tumbad@ sobre cubierta, la noche parecía perfecta y se creía invencible, capaz de cambiar el mundo, de tocar la luna con su dedo índice. Hasta podía ver a los lúnáticos saludar desde sus ventanas. Y las chimeneas de la luna humear su polvo de estrellas. Cuando soñar sale tan fácil como respirar no eres consciente de lo que puede significar la siguiente bocanada.

Mírad, si es que parece que vive en la inopia. Siempre en las nubes. Cada vez que escuchaba algo así se imaginaba que había un país, una tierra lejana y desconocida a la que solo llegaban los mas valiente y audaces aventureros. Se llamaba Inopia y lo único que sabía de sus coordenadas es que era en las nubes, pero, ¿un país en las nubes? ¿Cómo era posible algo así? No podía creerlo. Sin embargo, a base de escuchar como se lo repetían hasta la saciedad acabó creyendo que existía tal lugar. Y nunca se sabe…Aunque según fue creciendo el lugar sonaba diferente; era como un gulag al que enviaban a los disidentes, a quienes no encajaban, o una isla de Elba para Napoleones caídos en desgracia, recorriendo los pasillos de manicomios improvisados en supermercados a fin de mes cuando la lista de la compra son números rojos, o salas de espera en hospitales, colas del hambre, o mares azules con bancos de mascarillas rectangulares donde naufragar porque la incertidumbre es el Leviatán que nunca nos enseñaron a manejar, a reconocer. Y se crió en las fosas abisales de nuestros traumas,  de nuestros espejismos de realidad encerrada en cajas con forma de móvil, de televisión, de tarjeta de crédito o de facturas, de nuestros sentimientos sin resolver, de nuestras huidas hacia adelante, o de nuestros anclas al pasado. En nuestras frustraciones, inseguridades tapadas con capas y capas de la tela que tú elijas, esa que crees que era la mejor te disfraza.

Y de repente ese aire enrarecido, de esos que no son augurio de nada bueno, que llegan cuando todo está en calma, la noche perfecta y el cielo estrellado, con la luna tan llena que acaba rebosando. Y fue respirarlo y la tormenta creo su propia península de destrucción. No había cabo, ni asidero donde agarrarse, o por lo menos no les veía, la ventisca le nublaba la vista y el ojo del huracán ocupó las cuencas de sus ojos. No había  tierra a la vista, solo un sumidero de una nada que lo engullía todo. Joder, cuando una tormenta así llega disparas a diestro y siniestro, porque los fantasmas ocupan cada maldito rincón. Y todo es un puto campo de batalla. Todo se vuelve negro, oscuro, opaco, intransitable. Porque esas tormentas parece que arrasan con todo lo que encuentran a su paso. Y solo te queda despedirte, o ni eso.

Cuando abres los ojos, te parece increíble haber sobrevivido. Despiertas y no sabes como lograste volver a tierra. Tu cuerpo, tu mirada, tus cicatrices hablan por ellas mismas y cuentan el relato silencioso del aire enrarecido. Incluso aguantas la respiración al ser consciente de la próxima bocanada. Pero exhalas hondo hasta el mismísimo alma intacta y respiras de nuevo, joder. RESPIRAS.

 

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