Pasó

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Vaya, por fin pasó el rito que celebra el solsticio de invierno y que allá por la Edad Media fue transformado en el cumpleaños del Niño Dios que vino a este mundo para salvar a la Humanidad de sus pecados.

Y eso que tal y como dice un amigo mío más bien desesperado, al no haber prueba alguna de semejante milagro (raro, rarito que alguien hubiera querido salvarnos de nada a nosotros, simios adelantados) los popes de la iglesia y la cultura hicieron coincidir la fecha de ese nacimiento (supuesto o real) con el tal solsticio para “joderles la fiesta a los paganos y, de paso, jodernos el fin de año a los demás” que nos vemos obligados a gastar en supuestos regalos-sorpresa lo que no tenemos, asumir un espíritu festivo que para nada pega con la que está cayendo, contemplar casposas tradiciones eurocéntricas – como por ejemplo los renos – invadiendo espacios ajenos como el desierto del Sinaí (oteando el horizonte desde un roquedal a la altura del Monasterio de Santa Catalina según se tuerce a la derecha) o contemplar la deriva de algunas de tus antiguas amigas – recién operadas ahora de los pómulos – que han dado en imbéciles después de casarse por segunda o tercera vez con ciertos tipos que se dicen empresarios de éxito y que en estas reuniones del solsticio van diciendo que ellas no votan ni hablan de política porque ¿para qué? pero que, por supuesto van a la misa del Gallo para celebrar el nacimiento de un hijo inexistente de un Dios que no existe pero que – eso sí – es el suyo, el único, el verdadero al que por supuesto están dispuestas a defender sacándole los ojos a quien se atreva a decir lo contrario.

De manera que sí, por fin PASÓ. Y por lo menos yo de lo único que me alegro es de saber que alguno de nosotros estaos todavía aquí para intentarlo. Para intentar no perder pie, seguir andando.

Así que sólo por eso, y de todo corazón, deseo a todas y a todos que el Apocalipsis nos pille con los tacones (¿?) puestos.

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