El club de los Nadie

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Una frase atribuida al genial actor Groucho Marx era esa de que “nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo”, no está mal para empezar y, tal vez, como declaración de intenciones. De entrada, porque el mero hecho de pertenecer, o no, a un club ya genera un primer filtro en el que hay quienes se quedan fuera porque no cumplen unos determinados requisitos imprescindibles. Groucho lo tenía bien claro; no quería pertenecer, quizás porque era consciente de sus defectos o limitaciones, quizás porque no se gustaba y no estaba conforme consigo mismo, o quizás porque se rebelaba contra cualquier tipo de grupo o persona que tenga esa necesidad de excluir. Aunque yo estuviera en ese club, incluso así, no querría pertenecer repite el hermano bastardo de Karl. Tal vez Groucho se rebelaba contra un sistema y un orden de las cosas que divide el mundo entre quienes quieren entrar y quienes dan el permiso de entrada. Entre quienes reparten carnets y quienes no tienen papeles. Entre quien está al otro lado de la valla y necesita del permiso  de quien aguarda en el otro lado para poder entrar. Como si no fueran iguales, como si necesitara de la validación del otro para poder ser, existir y sentir.

Planteado así,  y aceptando ese orden de las cosas, parece claro como quedan repartidos los papeles. Quien aguarda a la entrada del club siempre va a necesitar  demostrar que es merecedor de dicho derecho; como si los derechos se otorgaran, como si no nos pertenecieran por derecho propio, nunca mejor dicho. Así, para poder formar parte del club, se debe hacer méritos constantemente, sujeto siempre a una mirada que supervisa, que puntúa, que  decide si vales o no vales; si  se es lo suficientemente bueno.  Si se cumple con todas esas obligaciones marcadas por quien establece la cuota, el peaje, el coste moral y material de no cumplir con la norma, con el convencionalismo; de no hacer y expresar como lo hace el resto. De esta forma la norma se convierte en la coartada  emocional y moral. Si la cumples eres bueno y si no, pues fuera del club.

Por eso hay tantos clubs como normas  establecen quienes necesitan darse sentido a si mismos mediante la exclusión, sin concesiones. Algo primario late en la necesidad de crear un “Nosotros” frente a un “Ellos” o, aúno peor, frente a un «Tú». Sucede incluso desde la infancia, cuando de repente un grupo decide excluir con ese “no te ajunto porque…” y alguien se queda fuera. El foco se pone entonces en ese alguien. El colectivo necesita justificar su sentencia y señala con el dedo a esa pieza imperfecta, defectuosa que no se ajusta al canon hegemónico. El miembro del club hace lo mismo, para justificar su pertenencia, para validarse o simplemente porque no entiende que hay otra forma de ser, de sentir, de existir, en la que moral y norma no vayan de la mano.

Pocas veces se pone el foco en la necesidad que tiene el colectivo de excluir. De levantar toda una retaila de pruebas acusatorias ante la cual no se admiten más preguntas señoría, no puede haberlas, porque no se deja espacio, ni resquicio. De esa manera la parte se convierte en juez. Obliga al excluido a tener que justificarse o redimirse cumpliendo las normas, las obligaciones, en definitiva, haciendo méritos para volver a entrar en el club o simplemente marcando la diferencia como estigma. Tal vez, interpretando a Groucho, desde el momento en que excluyes y estableces esos principios categóricos algo falla.

En el mundo de los afectos pasa un poco parecido. Cuando no cumples con el canon, cuando no participas de esos convencionalismos sociales y apuestas por construir la relación con tus seres queridos desde unas coordenadas diferentes a las existentes, establecidas y hegemónicas, ya eres directamente excluido, ya se pone sobre tu casilla la tachadura y reprimenda moral. No va de amor, de las formas que hay de mostrarlo, de las maneras que hay de construir un vínculo. Va de si cumples o no las normas que hay establecidas. En este caso se hace de la norma concepción moral (Si la cumples eres bueno y si no, pues no).

Recuerdo que mis padres nunca vinieron a verme a nada de lo que hice. Te imaginas un espacio vacío en la grada, entre el público y mi mirada buscándoles desconsolado, creando así una herida que no cicatrizaría nunca. Si encima olvidaban mi cumpleaños o no lo celebraban como es debido, mi infancia debió haber sido un horror. Carente del cumplimiento de esos mínimos. Si además se negaban a mostrar como habían construido sus vínculos, sus lazos conmigo,(porque eso era algo entre ellos y yo) les colocaba ya directamente fuera del club y con la marca de Caín.

La silla de la grada seguía vacía, pero yo nunca tuve una especial necesidad de mirarla. Esa no era mi grada. Siempre que miro el espacio en el que necesitaba que estuvieran, ahí están, incluso cuando no estuvieron por el motivo que fuera, justificado o no. Tal vez por eso no creo en lo clubs, ni en quienes reparten carnets.

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