
Sanidad: un bien común, no un negocio. Un artículo desde la dolorosa experiencia vivida
En el Estado español se da una situación tan llamativa como preocupante: el funcionariado público tiene la posibilidad de elegir entre recibir atención sanitaria a través del sistema público o de aseguradoras privadas. Esta opción, lejos de ser neutral, entraña una grave contradicción, pues desde lo público deberíamos ser las y los primeros en fortalecer y ejemplificar con nuestras elecciones el compromiso con los servicios comunes, especialmente con uno tan esencial como la sanidad.
Las cifras lo dejan claro. A través de las tres mutualidades de funcionarios, MUFACE, MUGEJU e ISFAS, el Estado destinará más de 5.800 millones de euros entre 2025 y 2027 para sufragar la sanidad privada de una minoría*
Esta inversión que beneficia solo a una parte privilegiada del funcionariado, debería destinarse a reforzar el sistema público, que garantiza el acceso universal y equitativo a toda la población. No solo por una cuestión de justicia social, sino porque solo la sanidad pública concibe la salud como un servicio, no como un producto. No está pensada para generar beneficios económicos, sino para cuidar de las personas, incluso cuando eso no resulta rentable.
En contraposición, la sanidad privada sí que es concebida como un negocio, en el que las cifras y ganancias importan mucho más que la salud. Esto se traduce en que la cartera de servicios del Instituto Nacional de la Seguridad Social no se diseña en función del rédito económico que pueda suponer, sino del servicio común, entendida la salud en parámetros globales (promoción de la salud, prevención de la enfermedad y asistencia ante ella). El sistema sanitario es mucho más que la atención hospitalaria. Además de que la investigación y el tratamiento de enfermedades menos comunes (y por ello más costosas) se da en el sistema público, no en el privado. No resulta rentable para el sistema privado cubrir ciertas patologías o intervenciones. Finalmente, respecto a esto, un claro ejemplo fue la respuesta ante el COVID donde, a pesar de saturarse el sistema público, fue el único capaz de dar soluciones ante una situación de emergencia global.
Afirmo con pleno conocimiento de causa esta concepción de la salud como un negocio. Durante más de8 años, formé parte del sistema concertado. Elegí una aseguradora privada nada más obtener mi plaza de funcionaria, arrastrada por la promesa de diagnósticos y tratamientos más ágiles, cayendo en una gran contradicción entre lo que pensaba y lo que hacía, ya que me consideraba una gran defensora de los servicios públicos. Como persona deportista, he tenido tendinitis frecuentes y la experiencia de esperar casi un año para una resonancia en el sistema público me empujó a optar por lo privado.
Sin embargo, con el paso del tiempo, fui comprobando en carne propia las sombras de ese modelo, que sobrediagnostica y medicaliza nuestra salud, especialmente los cuerpos de las mujeres. Me sometieron a pruebas excesivas, muchas veces innecesarias, motivadas por un sistema de incentivos perverso: el personal facultativo, en gran parte compartido con la sanidad pública, cobra más cuantas más pruebas, intervenciones y consultas realiza. Llegaron incluso a plantearme cirugías sin justificación clínica clara. La medicina dejó de ser un espacio de confianza para convertirse en una sucesión de decisiones económicas disfrazadas de criterio médico.
El momento más doloroso llegó en mayo del año pasado. Necesitaba una prueba concreta, absolutamente indicada por mi estado de salud, pero la aseguradora no la autorizó. En su lugar, me realizaron otra mucho menos precisa. Pasé siete meses con un tratamiento agresivo, efectos secundarios severos y lo peor: la incertidumbre de no saber con certeza qué me ocurría. Mi vida cambió drásticamente. Sufrí un fuerte impacto en mi salud física y mental. Perdí energía, funcionalidad y tranquilidad.
Como si eso no fuera suficiente, una amiga de la familia, funcionaria ya jubilada, no recibió la autorización para unas pruebas ni el tratamiento posterior que necesitaba. Era demasiado caro. Nunca sabremos cómo podría haber sido de otra manera, pues desafortunadamente ya no está con nosotras. Lo que sí sabemos es que sus últimos días los pasó batallando por recibir el tratamiento que necesitaba. Su caso, lamentablemente no es una excepción. En el sistema privado, una vida puede dejar de ser “rentable”, y eso condiciona la atención recibida. En cambio, en la sanidad pública seguimos siendo personas, no cifras, a las que hay que intentar mantener en buenas condiciones de salud, aunque eso conlleve gastos.
El 1 de enero de 2025, por fin, conseguí cambiar al sistema público. Intenté hacerlo antes, en la primavera de 2024, pero el informe médico necesario me fue denegado. El especialista que debía redactarlo y firmarlo, como le daba de comer tanto la pública como la privada, se negó. Temía represalias de las aseguradoras si facilitaba mi salida. Esa connivencia entre intereses económicos y decisiones clínicas es una de las caras más alarmantes del modelo concertado.
Desde mi retorno a la sanidad pública he recuperado la confianza y la serenidad. Las pruebas que me realizan responden exclusivamente a criterios médicos y no a un beneficio económico. Se me ha escuchado, valorado y, por fin, se me ha podido ofrecer un diagnóstico certero que me permitirá iniciar un tratamiento adecuado y con él recuperar la salud. Tras haber perdido un año de mi vida en cuanto a la salud se refiere, siento, por primera vez en mucho tiempo, que mi salud está en buenas manos. Digo esto totalmente consciente de que el sistema público de salud no es perfecto y que ha ido deteriorándose debido a la consolidación del modelo de gestión neoliberal y la política de recortes. Sirva esto para revindicar la necesidad de una sanidad pública bien financiada, que mantenga, mejore y amplíe sus servicios.
Espero que esta reflexión, que aquí comparto, pueda contribuir a informar a otras personas que estén en la misma situación que yo, de poder elegir entre sanidad pública o privada, de los riesgos que implica optar por la concertada.
Por último, quiero agradecer profundamente a las y los profesionales que me atienden actualmente por su profesionalidad y trato humano: a mi médica de cabecera, a mi neumóloga que estudió con rigor mi caso, a mi matrona y a mi traumatólogo que, además de su profesionalidad, además han elegido trabajar en exclusiva en la sanidad pública. Gracias también al personal del Hospital de Día Quirúrgico del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla por su buen hacer trato humano y su profesionalidad. En cada visita al hospital no dejo de sentirme enormemente afortunada y agradecida por contar con un sistema de salud como este.
Por eso, considero imprescindible que el Ministerio de Sanidad se atreva, de una vez por todas, a suprimir los conciertos con entidades privadas en las mutualidades y destine esos recursos a fortalecer la sanidad pública: reducir listas de espera, mejorar infraestructuras y servicios, retener talento profesional. Tenemos uno de los mayores tesoros colectivos de nuestra sociedad. Defendámoslo con firmeza. No con palabras vacías, sino con políticas coherentes y elecciones responsables.
Este artículo ha sido escrito en conversación con cinco sabias mujeres, conocedoras del sistema de salud ya sea como profesionales o como pacientes, a quienes agradezco infinitamente sus valiosas aportaciones.
*Para calcular esta cifra he tenido en cuenta los datos oficiales publicados en las siguientes fuentes:
1 Nota de prensa emitida por el Ministerio para la Transformación Digital y la Función Pública el 17 de Diciembre de 2024.
3 https://www.defensa.gob.es/isfas/noticias/listado/concierto2025_2026.html
Segundo Romero Abajo
Excelente artículo. Destinar el dinero público al servicio de todos y garantizar una verdadera progresividad de nuestro sistema fiscal son la clave para una de mocracia justa, la única que puede resolver los verdaderos problemas de la ciudadanía.