
«El juego une, incluso cuando desune»
Que no engañe la foto de un balón en portada. Ni siquiera la llamada en portada al prólogo por la periodista Marta San Miguel, conocida en el racinguismo por su ‘Una forma de permanencia’, aquella crónica emocional del Racing.
No, Ric Fernández no ha escrito un libro de fútbol. Tampoco es un libro de viajes al uso, y no será porque no recorre –sin coger un sólo avión– países, de Vietnam a Líbano, de Palestina a Bhopal. No es tampoco un libro de reporterismo –una de las principales especialidades de la editorial Libros del KO, que tiene al frente a cántabros como Emilio Sánchez Mediavilla- ni una crónica en clave social o de fronteras, por mucho que a Ric le conociéramos por formar parte del colectivo No name kitchen –que no os engañe el nombre y la alusión a la cocina, a lo que se dedican es a ayudar ante las situaciones de violencia que sufren las personas refugiadas cuando llegan al teórico lugar seguro, pero de eso hablamos luego–.
Ric ha cogido todo eso y lo ha mezclado: se ha ido de viaje por todo el mundo y se ha puesto a jugar al fútbol, pachangas, y las ha contado al extremo, como si llevara «una GoPro en la cabeza» y pudiéramos leer esa experiencia.
Al final, el futbol es «un trampantojo», «una excusa para contar otra cosa», y la pachanga, algo así como un lenguaje universal y también una potente metáfora.
«El fútbol está en todos lados. Jugar me permitía entrar en dinámicas locales sin organizar nada, sin imponer nada. Yo me sumaba, jugaba y me iba. Las cosas seguían ocurriendo sin mí», señala en conversación con EL FARADIO.
En su recorrido, pasaron por aldeas en Mongolia, por campos de refugiados en Bosnia, por barriadas del Líbano o fábricas abandonadas en la India. «Jugamos en una planta química en Bhopal, donde hubo una de las mayores catástrofes industriales de la historia», y también a bordo de un tren. Jugó en Palestina: «en muchos sitios los niños no podían porque el balón se colaba al otro lado del muro. El balón que se pierde es la metáfora perfecta de la violencia que impide vivir».
En el Líbano, intentó montar una pachanga en Dajie, bastión de Hezbolá. «Me secuestraron en medio del partido. Pensaban que era un espía. Me liberó el ejército libanés, pero luego me detuvieron. Saco en la cabeza, esposado, sin contacto con nadie». Pero lo importante es que jugamos. Se demostró que se puede jugar en todas partes».
Esa idea —la universalidad del juego— está presente en todo el libro. También la de la igualdad. «He jugado en Mumbai con niños de diferentes castas. En Darabi, el suburbio más grande del planeta. Al principio no querían juntarse, pero pusimos la pelota en medio y al final todos jugaron. Nos fuimos y siguieron jugando. No se trata de venir a salvar a nadie. Solo hay que quitar las etiquetas y dejar que pase lo natural». Algo parecido sucedió en Bangkok, durante una protesta violenta entre partidarios de bandos políticos enfrentados. «Montamos una pachanga. Unos llevaban camisetas rojas, otros amarillas, algunos del Liverpool, otros de Brasil. Y jugaron. Mientras sus padres estaban en disturbios, ellos jugaban. El juego une, incluso cuando desune».
Fernández remata: «La pachanga saca a la gente de cualquier sitio. Un gol es lo máximo, un fallo lo peor. Pero cuando acaba, no hay ruedas de prensa, no hay consecuencias. En lo banal surge lo vital. Y se demuestra que la gente no es racista. Son las estructuras las que lo son».
«Las sociedades avanzan. Aunque haya resistencias, el cambio se impone»
Esta filosofía está también en el trabajo que Rick desarrolla con No Name Kitchen, un movimiento que combina acción humanitaria y denuncia en puntos fronterizos de Europa. «Nos autodefinimos como un movimiento, más que como una organización. No sabemos dónde están los límites. Trabajamos en Serbia, Bosnia, Bulgaria, Ceuta, Italia, Francia… Repartimos comida, ropa, pero también recogemos testimonios, denunciamos abusos. Llegamos al Parlamento Europeo, esta semana intervenimos en la ONU», enumera.
El proyecto, que comenzó de forma «humilde», busca cubrir los vacíos que dejan las instituciones. «No somos una ONG asistencial. El problema no es nutricional, es de derechos. La gente no huye para acabar en un campo en Bosnia. Huye para rehacer su vida». Y añade: «Somos El Faradio de lo humano. Pequeños, pero hacemos mucho».
Con ellos aprendimos la violencia que sufren las personas refugiadas incluso cuando han abandonado el lugar de donde huyen y se la encuentren en los territorios a los que llegan, o la existencia en nuestro continente -Grecia, Serbia– de campos de refugiados en los que se producen incendios, detenciones arbitrarias…
Hay una tentación muy fuerte, en la que cae el periodista de esta conversación, de destacar cierta involución discursiva en el debate público, ese comparar aquellos años del Welcome Refugiees con los discursos antimigración actuales-. Ric atiende, más que al discurso político o de redes sociales y su, sí, sobredimensionamiento mediático, a la realidad que se palpa en calles, familias o colegios.
«Hoy se naturaliza el discurso del odio. Pero también es verdad que antes lo racista era lo normal. Ahora genera rechazo. En el barrio Pesquero hubo un tiempo en que se hablaba del negro del barrio. Hoy eso ya no pasa. La multiculturalidad está ahí, la ves en las puertas de los institutos. Chavales ecuatorianos, marroquíes, sirios, todos haciendo trabajos juntos. Eso no lo soñábamos en nuestra generación», enumera, apelando a huir de los estereotipos. «Hay que dejar que la gente haga su camino. Todos migramos, todos buscamos una vida mejor. Los españoles también lo hicimos. Y eso hay que entenderlo con amor».
Y termina con una mirada esperanzada: «Las sociedades avanzan. Aunque haya resistencias, el cambio se impone. Como con el feminismo o el ecologismo. El sentido común se abre paso. La multiculturalidad es maravillosa. El futuro está ahí, depende de si lo hacemos con belleza o con sufrimiento».
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