Las guerras navideñas: Santander ‘contraataca’ con su propia campaña a la publicidad de Bilbao para fomentar las visitas
Lo dice Jorge Dioni, una de las mentes más lúcidas al analizar las derivas urbanísticas y económicas, constantemente en sus redes: en el momento y sistema actual, el recurso económico es la propia ciudad.
“Al poner la ciudad en el mercado hay muchas personas que pueden sacar partido”
Y se lo escuchamos recientemente a José Mansilla: el turismo es insaciable, cuando te quieres dar cuenta, lo ha invadido todo.
En la conjunción entre sus dos reflexiones (y muchas otras sobre la gentrificación o los conceptos de ‘urbanalización’ y disneyficación que hace que todas las ciudades acaben pareciéndose, hemos elegido estos por haberles tenido por Cantabria y haber tenido la suerte de entrevistarles) se encuentra una explicación a la guerra no tan soterrada de campañas publicitarias que incitan a visitar otras ciudades.
Estas navidades ha vuelto a chirriar ver en los muppies de Santander la publicidad invitando a visitar la cercana Bilbao estos días para ver su decoración y alumbrado –y hacer compras, que ver es gratis-, no sólo por la invitación a visitar otra ciudad desde espacios publicitarios municipales, sino que hay que sumar al cóctel un poquito de la digamos reticencia histórica a nuestros vecinos.
El Ayuntamiento de Santander, de algún modo, contraatacaba con su propia campaña incitando a visitarnos a vecinos de otros territorios, como Asturias, Navarra, La Rioja, Castilla y León y, también, País Vasco.
Tras un verano en el que el momento de turistificación que vive Cantabria se ha acelerado –sumada a fenómenos como la desregulación continuada de los apartamentos turísticos, la proliferación de segundas residencias, conceptos retorcidos como el ‘glamping’ y hasta la conversión de las cabañas pasiegas en focos de turismo-, la capital ha entrado de lleno en la búsqueda de otro momento para atraer visitas, que busca empalmar el recién acabado puente de diciembre con las fiestas navideñas, en las que lo tradicional de verdad era el movimiento de familiares para reencontrarse con los suyos en otros pueblos y ciudades.
Y si bien teníamos más o menos naturalizada alguna escapada estos días a Madrid por el efecto tractor de decoración, sensación de conocerla y espectáculos culturales, hace años ya empezó a sorprender lo de las luces de Vigo: más allá de la anécdota por la desproporción, el movimiento del municipio gallego al final ha generado lo que buscaba, visitas. De sus alrededores, sí, pero también de turistas que se escapan un fin de semana, unos días sueltos, el puente.
Quien más y quien menos se ha lanzado a competir (en Cartes lo intentaron con lo de aquel árbol gigante), mientras los anuncios en redes se nos llenan de incitaciones a visitar mercadillos europeos y en la prensa pugnan por hacerse hueco noticias sobre alumbrado y decoración navideño.
Porque hay mucho de eso: la desproporción llama la atención de los medios, que se convierten sin quererlo –muchas veces sin los ingresos que supone, aunque buscando el click– en altavoces de campañas publicitarias, en una especie de carrera armamentística de la decoración que acaba arrastrando a vecinos particulares que desde luego no buscan ser foco turístico, sino que replican conductas (pongamos que hablamos de algún lugar de Piélagos).
En la ciudad turbocapitalista, neoliberal o el apellido que queráis ponerlo, y en ausencia de otros recursos económicos, el músculo económico se vierte al turismo, de exageración en exageración –-, buscando un ingreso rápido y fácil que recuerda mucho a los años de la burbuja urbanística, los chalés creciendo como setas, la venta de praos y los jóvenes priorizando irse a la obra antes que al campus.
Para la acumulación de paradojas –ese decir que lo importante es simplemente estar con la familia o la celebración de un dios nacido en las condiciones más austeras del mundo, que chocan con la voracidad de planes y viajes para llenar el vacío y el ‘agosto’ de compras de productos de alta gama—queda también como a la hora de la verdad, esa competencia entre ciudades que se mueve de récord en record –pocos municipios están compitiendo con los mercados sobrios y sencillos que venden por Europea—lo que acaba generando es una uniformidad de estilos, esa sensación de que todas las ciudades son la misma ciudad.
Esto tiene mucho de guerra fría: quiero que vengan a mi ciudad porque las demás ciudades van a hacer lo mismo. Se concibe no recibir visitantes como una pérdida económica que al fin y al cabo lo es: si has destinado ingentes cantidades de presupuesto municipal al alumbrado y la decoración –en Santander la pista de hielo ha más que triplicado su coste y el alumbrado también es más caro- , y simplemente te están viniendo los de siempre a pasear, estás perdiendo dinero tú y toda la gente –comercio y hostelería- a los que has generado una expectactiva y para quienes los de casa no son suficiente porque el foco de comparación no es el tranquilo noviembre, sino el “maravillosamente desbordado” finales de julio.
Hace tiempo que esto no va de pasar tiempo con la familia, ni siquiera de festejar el nacimiento de un dios, elementos que quedan para crear el ambiente amable que necesita cualquier campaña publicitaria: la Navidad es, simplemente, en todo su esplendor, temporada alta.
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