ULTRAMEGAcinfa 10mg
por Dani Méndez
Estoy sentado frente a mi escritorio —si así puede llamarse a dos caballetes y una tabla agujereada cubierta de libros, discos y cáscaras de pistacho—. La luz del atardecer entra oblicua, rozando los objetos sin tocarlos del todo. En este momento de calma precaria, el recuerdo se cuela inevitable y vuelve al cuerpo cuando el cuerpo ya no se puede defender.
Sucedió de madrugada. Desperté sin poder moverme, la cara húmeda, los músculos paralizados. Lo vi. Quieto. Sentado sobre mi pecho. Todavía no sé determinar su edad —podrían ser 14 años, o 60—, escupía frases inconexas vestido entero de blanco, un fugado del Pere Mata, con las manos aún manchadas de pintar figuritas Warhammer. Está contrastado, esta es la parálisis del sueño de toda la escena independiente nacional, donde madrileños se ven atrapados por este ser escapado del manicomio.
Volví a ese jueves, primero de mayo. Día del Trabajador. Aunque llevo meses en paro, nunca pierdo la oportunidad de celebrar. Recorrimos Santander mientras la noche descendía con su tono quirúrgico, cubierto por esa luz LED que vuelve la ciudad tan aséptica.
A las 23:00 llegamos al New. La sala es una cueva, una madriguera de ladrillo por la que el tiempo se pliega y la luz delata. Dentro ya lo presiento, vamos a quedar atrapados. Suben tres figuras vestidas de negro y gafas de sol, han cruzado la dimensión equivocada o acaban de salir del after. El cantante, Oriol, aparece con una camisa de fuerza invisible. «¿Dónde coño nos has metido?», la mirada de mis colegas.
Si Steve Albini hubiera sobrevivido al infarto, con graves secuelas cerebrales, podría decir que Ultramega fue su primera banda y no Big Black.
Entonces empezó. De golpe, con la intención de borrar cualquier rastro de silencio. El bajo se deslizaba por el mástil con un gesto similar a una masturbación agónica. Hug, con la guitarra, escupía notas sin forma, un vómito de distorsión que desbordaba cualquier intención melódica, —se debe estar desquitando de su época con Egosex—. La batería, seca y brutal, eran huesos estrellándose contra el suelo. Todo sonaba a un tiempo sin lenguaje. Si lograban articular un solo acorde, era un zumbido monolítico que se expandía. Como un tumor. Una sinfonía monocorde. Si eso existe. Ruido anterior a la palabra, más cercano al momento exacto de la creación.
Cada canción —si se pueden llamar canciones— arrastraba el cuerpo a un trance violento. Era una sesión de hipnosis, querías destrozar pero estabas inmóvil. Una infancia quemada nos hablaba en forma de acople. Algo freudiano, pero más sucio. Más bajo.
Oriol lanzaba gritos indescifrables mientras le explotaban las uñas y se agitaba, transformado en una entidad anterior; el portavoz de una especie atrapada justo antes de empezar la Historia. Su presencia era desquiciante, magnética, incómoda. No sabías si estabas viendo una actuación o un brote. En poco menos de media hora perdí la cuenta de las canciones. ¿Seis? ¿Treinta? ¿Una sola que nunca terminó?
Inevitablemente el silencio volvió a instalarse como si fuera un desconocido. En el exterior Santander respiraba con su ritmo cotidiano. Al salir, veo a Gis, tirada en la silla, piernas en alto. «Esto me va a perseguir», dice. Le da otra calada al piti que ya se extingue junto a la noche.