Oriente Medio post-2011 : ¿El Estado en cuestión?

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Artículo conjunto del historiador Mariano de Miguel y Nour Al Hussen Villa, politóloga y doctoranda de la Universidad De Santiago de Compostela

Han pasado ocho largos años del inicio de la denominada “Primavera Árabe”, cuya implosión comenzó con la inmolación del tendero Mohamed Bouazizi en la ciudad de Sidi Bouaziz, en Túnez.

Su martirio dio voz a una juventud harta de los excesos de unos autócratas que llevaban rigiendo los destinos de sus respectivos países casi 4 décadas(como era el caso de Muammar el Gaddafi en Libia, la dinastía de los Al Asad en Siria o los gobiernos de puño de hierro de Hosni Mubarak en Egipto, o el recientemente fallecido Ben Alí en Túnez).

Las primaveras árabes no acabaron como se esperaba

Desgraciadamente este “Poder Popular” (término que intentó imitar el movimiento social que acabó con la dictadura de Ferdinand Marcos en Filipinas), chocó contra regímenes sanguinarios que no iban a ceder su estatus o vara de mando sin derramar sangre. Fue ahí donde llegó la “intervención occidental” en Libia, el inicio de una sangrienta guerra civil en Siria que ha causado el mayor éxodo humano de la historia reciente y una intervención del mundo islámico en Yemen, en lo que hoy se llama “El Vietnam Árabe”. Ello ha causado un seísmo global, dando pie al desplazamiento interno -cuando no huida forzosa- de un total de 18 millones de almas.

Pero, ¿qué queda de ese optimismo inicial de la Primavera Árabe, transformada en un Invierno Fundamentalista que afecta a todo el globo? Incluso el fervor de la posverdad lleva a algunos a preguntarse ¿Ha existido? Existen dos respuestas antagónicas al respecto. De manera indirecta, las dos materializan las dos visiones dominantes sobre el mundo árabe. La primera, basada en una lectura orientalista y colonial que bajo la demagógica pregunta “¿Ha merecido la pena?” sin reconocerlo del todo, no deja de sostener en el fondo que los regímenes dictatoriales son la única vía de contener el caos en la región.

Para los defensores de esta posición fuertemente relacionada con la teoría de Huntington y el choque de civilizaciones, los habitantes de estos países están influenciados por la religión y no pueden poseer una cultura política, ni la capacidad de separar la política de la religión. Hablamos de identidades instintivas, cuyas acciones se basan únicamente las creencias los código culturales (El islam, como religión mayoritaria en todos estos países). Es por ello que para esta lectura sólo puede existir la dicotomía: dictadura – radicalismo (Cuyo significado es distorsionado y asociado directamente como terrorismo).

Hay quien va más lejos y niega tajantemente la existencia de las protestas, defendiendo así la instrumentalización de los ciudadanos por parte de los agentes externos occidentales implicados, es la versión de los autodenominados como anti-imperialistas. De nuevo, el mismo fondo en el argumento: la incapacidad de la población a decidir por sí misma y ejercer como peones sin voz de fuerzas externas. Hablamos de pueblos sentenciados a no decidir su destino. Tampoco lo pudieron hacer sus antepasados un siglo atrás cuando tuvieron que acatar las fronteras artificiales dibujadas a escuadra y cartabón, e impuestas por las superpotencias, para años después, vivir bajo la sumisión de dictadores que contaron con la aprobación de las mismas potencias mundiales, que de esta manera podían ejercer (nuevamente) su poder de contención e influir de manera indirecta en la región.

La segunda visión no solo es referida a la existencia de “un despertar” de la ciudadanía al ser consciente de los autoritarismos a los que están sumisos, sino también de su propia agencia política y capacidad de organización para demandar sus derechos y libertades, así como de protestar contra las injusticias. Esta resistencia colectiva y llamada a la desobediencia impulsó la emergencia de una sociedad civil oprimida hasta entonces, dispuesta a alcanzar sus objetivos principales: terminar con la corrupción que dominaba sus países, la instauración de un sistema pluripartidista, y la mejora de las condiciones de vida en general. La represión violenta recibida, englobó todas esas demandas a posteriori en el derrocamiento de los regímenes dictatoriales.

Lo que no se puede negar es que los sucesos acontecidos en el 2011 han cuestionado el status quo imperante en la región y hecho tambalear los cimientos de una zona que adolece de problemas consecuencias de decisiones unilaterales del pasado.

Durante estos ocho años hemos sido testigo del nacimiento de nuevos actores en la región (el caso más conocido el del mal llamado Estado Islámico), del desplazamiento forzoso de millones de personas, violaciones del derecho humanitario de toda índole, junto al pulso de poder de potencias mundiales que han utilizado la región como un tablero de ajedrez.

También hemos sido testigos de cómo esta ha albergado la reconfiguración territorial de los mismos, de la incapacidad de los estados para dar respuesta a las necesidades más básica de los ciudadanos y de la pérdida de estos mismos del monopolio de la violencia. Esta ingobernabilidad y falla estatal, junto al ejercicio indiscriminado de violencia e impunidad (consentida y auspiciada por la comunidad internacional) ha mantenido viva la lucha de una población masacrada y silenciada. No sólo su resistencia ha perdurado en el tiempo, sino que su fuerza y significado han logrado traspasar fronteras.

Durante este 2019 hemos sido testigos de una serie de levantamientos populares, que nos indican que los llevados a cabo en el 2011 no se trataban de hechos aislados. En Argelia, la población se negaba a la quinta renovación del mandato de Bouteflika. Pese a la implementación de reformas políticas a modo de parche, la población continuó demandando un sistema democrático en las calles. En Irak, país del cual la prensa se ha olvidado desde la caída del mal llamado Estado Islámico, muestra estos días a una juventud combativa, harta de la corrupción, redes clientelares y nepotismo que sufren desde Bagdad hasta la región autónoma del Kurdistán.

La sociedad allí demanda el fin de la impunidad, acceso al trabajo y la dimisión en bloque del gobierno sectario de Adil Abdul-Mahdi, tras una protestas que se han cobrado casi un centenar de vidas y han llevado al decreto de un toque de queda indefinido. Sin embargo, las manifestaciones que tuvieron lugar en Palestina unen su causa nacional al feminismo.

El asesinato de la joven Israa Gharib de 21 años a manos de su familia, llevó a miles de mujeres a tomar las calles bajo el lema “País libre, mujeres libres”. También hemos visto el protagonismo que han tenido las voces femeninas en las protestas en Sudán, cuyo tímido comienzo a causa del incremento del precio del pan, desembocó en la demanda general del cambio del régimen de Al Bashir. Aunque esté fuera del marco geográfico que abordamos en estas líneas, no deja de ser interesante mencionar otros casos como por ejemplo el de Puerto Rico.

El escándalo ligado al gobernador de la Isla, Ricardo Roselló en el conocido con “Telegramgate”- fructificó al hacer caer a un político impopular, harto conocido por sus posturas antidemocráticas. Asimismo, en Hong Kong, el éxito fue parcial: Se logró evitar la ley de extradición hacia China bajo la acusación de que Beijing infería en el estatus de la isla autónoma, pero las protestas callejeras, aún continúan y la violencia ha aumentado

¿Acaso estamos siendo testigos de “una segunda ola de la primavera árabe”? o en su contra ¿Estamos ante una evolución de un fenómeno transnacional y complejo germinado en 2011? Pese a las diferencias de contexto y de condiciones políticas, sociales, culturales y económicas de cada país, podemos afirmar dos realidades: el terror y la violenta represión ejercida no han logrado silenciar las demandas de las poblaciones, y que de las experiencias pasadas se puede aprender.

Tomamos el caso de Siria como referencia para explicar esta afirmación, principalmente porque presenta el peor escenario posible, solo hay que pensar en las consecuencias negativas alcanzadas a nivel global, ya que hablamos del conflicto más complejo y el origen de la crisis humanitaria más grave de nuestro siglo.

Pese a la violencia sistemática ejercida por todos los actores implicados, empezando por el propio régimen de Al Asad, la población ha mantenido su aliento para seguir exigiendo sus derechos humanos y políticos. Hablamos de concentraciones y demandas públicas protagonizadas en medio de asedio, bombardeos, detenciones arbitrarias, en un estado sin autoridad política, mientras un silencio cómplice se apoderaba de la comunidad Internacional. Podemos señalar como ejemplo reciente las manifestaciones celebradas recientemente en medio de la masacre a Idlib.

Bajo el lema de Al Zawra Mustammera (La Revolución Continúa) otras ciudades sirias han mantenido el fervor revolucionario a pie de calle a lo largo de estos ochos años de abusos, exterminio y horror. En este mismo año centenares de personas tomaron las calles de Daraa para mostrar su rechazo a la estatua de Bashar Al Asad que se erigió en una de las plazas centrales, y otras tuvieron lugar en Al Raqqa a pesar de su liberación del Estado Islámico.

En el 2016 numerosas manifestaciones en Alepo y Homs exigían un alto al fuego y el fin del régimen de Asad en. Sin olvidar tampoco la solidaridad manifestada (y la resistencia fortalecida) tras los hechos traumáticos acontecidos en Khan Sheikhun en 2017 o en Al Ghouta en 2013.

El uso de las armas químicas en estos dos últimos casos, simbolizan la impunidad en su nivel más formal; a pesar de suponer una línea roja para la comunidad internacional, los responsables y cómplices de este crimen continúan en el poder y están asentando el futuro de una Siria desintegrada, polarizada y abandonada. Para nosotros, masacrar con bombas, cuchillos, o con hambre pertenece a la misma categoría. La diferenciación del medio por el que se masacra a una población inocente entre aceptable y no aceptable, es una expresión hipócrita e insensible más del mundo en el que vivimos.

De este capítulo, del más oscuro de la llamada primavera árabe se pueden extraer muchas lecciones. La primera, la importancia de la existencia una oposición política efectiva, legítima y cohesionada que represente fielmente las demandas de la población. La segunda, la posibilidad de injerencias externas en asuntos nacionales en el caso de los recientes manifestaciones siempre será menor a la materializada en la primera ola. Por una parte, ya sea por los desastres resultantes en los casos de Siria, Libia o Yemen,o porque los propios países occidentales tienen actualmente otras prioridades en sus agendas, principalmente las referentes al ámbito de seguridad que incluye migraciones y terrorismo (consecuencias, curiosamente de conflictos en los que han intervenido).

Paradójicamente, este desinterés puede suponer una oportunidad para que estas causas continúen siendo puras, y no corran la suerte de su hermana siria que ha sido absorbida en pro de intereses ajenos a las voces que comenzaron a demandar dignidad el 18 de marzo de 2011. Es por ello que el grito de la revuelta siria, «¡La revolución continúa!”; está más presente que nunca.

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