Marina Vega de la Iglesia, la espía de la resistencia francesa
Marina Vega de la Iglesia es una de esas heroínas silenciosas, esencial para su trabajo, pero a quien la Historia no le ha otorgado su protagonismo y que nos invita a investigar y dar a conocer a aquellas mujeres que no perteneciendo a una élite han sido de gran trascendencia para nuestro desarrollo como sociedad.
Nace en 1923 en Cantabria (algunas fuentes indican que pudo ser en Torrelavega y otras en Castro Urdiales) en el seno de un hogar de tradición republicana y en la que pasa una infancia dichosa.
Les sorprende el estallido de la Guerra Civil con su padre fuera del domicilio familiar de Madrid; es director de prisiones del Gobierno de la Segunda República y es condenado a 16 años de prisión acusado de masón. Su madre, también trabajadora del gobierno, tiene que encerrarse para no ser capturada. Ante esta situación, Marina huye a Francia con unos amigos. Serán años de gran soledad, puesto que no puede contactar con su casa ni le llegan noticias de ellos desde España.
Los acontecimientos dan un nuevo vuelco cuando la familia con la convive decide nuevamente hacer las maletas, esta vez con destino a México viendo la situación política que oscurecía los cielos de la vieja Europa. Marina, con tan solo 16 años decide que no se va a marchar con ellos y solicita la repatriación a España. El regreso se ve ensombrecido por la situación de su madre que continúa sin poder salir del domicilio y de su padre, de quien no tienen noticia alguna.
No es de extrañar que, años después, ella considere que pudo haber experimentado un estado de depresión ante esta problemática.
Viendo que la única salida era que los aliados ganasen la contienda mundial frente a alemanes e italianos, para posteriormente derrocar al estado franquista implantado en España, decide unirse a la Resistencia francesa. Será la única mujer de la red española al servicio del espionaje aliado. Sus primeros trabajos consistieron en trasladar paquetes y cartas desde Madrid a San Sebastián o Pamplona donde debía entregarlos en un punto establecido de encuentro; posteriormente le fueron encargando trabajos más complicados como recoger a diferentes personas en la zona fronteriza de Francia para acompañarlos hasta Madrid.
Como si de una película se tratase debía ir vestida de manera elegante, con un maquillaje que le hiciese parecer más mayor y con un cierto estatus social, así como llevar dos pistolas de diferente calibre, que según indica la propia Marina nunca precisó emplear. Viajaba en primer clase en los trenes que tomaba, puesto que la policía no solía interrogar a personas de clase alta. Ella relata que en su bolsillo había siempre una pastilla de cianuro para tomarla en el caso de ser apresada por los nazis.
El final de la Segunda Guerra Mundial no resulta tan esperanzador como inicialmente podía presuponerse debido a que la dictadura continúa en España: a Marina le resulta una situación difícilmente asumible y nuevamente vuelve a tomar parte activa participando en huelgas, repartiendo panfletos o colaborando con diferentes organizaciones políticas. A partir de los años 60 del siglo XX su sombra se hace más difícil de rastrear y su vida se diluye entre la del resto de ciudadanos, aunque asumiendo siempre ciertos tics profesionales como no sentarse de espaldas a una puerta o alojándose en la primera planta de los hoteles para huir más fácilmente en caso de necesidad.
Las espías hablan poco pero no mienten, como mucho omiten : escuchemos.