El Cabildo suma otra cicatriz

El número 17 de la Calle Alta, antes de la iglesia de la Consolación, es ya historia. Una montaña de escombros es todo lo que queda. Un edificio menos y un solar más en un barrio al que hace 14 años prometieron un proyecto de regeneración que nunca llegó.
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Más 14 años han pasado desde aquel derrumbe de la Cuesta del Hospital que se cobró la vida de tres personas. Poco después del suceso, se anunció un proceso de regeneración del Cabildo, que llevaba años denunciando su abandono y deterioro urbanístico. Estamos en 2021 y solo hay que darse un paseo por el barrio para ver que, una vez más, todo se quedó en palabras.

Quien se anime hoy a pasear por la zona, lo que verá es que lejos de regenerarse, cada vez quedan menos Cabildo en el Cabildo. El número 15, que aún resistía en pie, es hoy una montaña de escombros, como antes lo fueron tantos a su alrededor.

Todo comenzó con la declaración de ruina del 11, que contagió al centenario 13 y estos, a su vez, afectaron al 9. Hasta ahora, sobrevivía  arrinconado y encajonado el 17 que, como se ve en las fotos que ilustran este reportaje, ya ni es 17 ni es nada que no sea un montón de piedras amontonadas sobre el suelo.

Años desalojados, falta de apoyos y un clima que hace difícil la supervivencia de los tejados sin un mantenimiento constante y que invita a la lluvia a pasar pudriendo sus frágiles estructuras de madera , han ido firmando su sentencia de muerte.

Lejos de recuperar un barrio, lo que ha sucedido es que a lo largo de estos 14 años, la piqueta se ha convertido en un visitante asiduo que, cada vez que abandonaba el Cabildo, dejaba tras de si un nuevo solar vacío, una pieza menos de ese puzzle que alguien dijo que iba a montar y del que ya han desaparecido tantas piezas que es imposible recuperarlo.

Ya ni se sabe cuántos años hace que cerró el ultramarinos ‘Alimentación Isabel’, donde fiaban a los vecinos o el popularmente conocido entre los niños del barrio como ‘La Viejita’, que lo mismo vendía una bolsa de chuches que un conjunto de lencería. Lo que viene siendo un comercio minúsculo adaptado a la demanda de la zona.

El Cabildo, que fue el barrio más barrio del centro de la ciudad, a un minuto andando desde el ayuntamiento, es hoy un conjunto de edificios ruinosos y solares abandonados donde la maleza avanza a su antojo.

La calle Limón, es la  que mejor parece sobrevivir, con sus sencillas viviendas  y sus balcones desde donde los vecinos de uno y otro lado casi se pueden dar la mano. Durante el confinamiento, cuando todos estábamos en nuestras casas, mostraron en redes ese espíritu de barrio, con sus animados conciertos del saxo, en los  que el vecino del segundo improvisaba en función de las canciones que le pedían los vecinos de enfrente o de la música que otro inquilino ponía con su altavoz. Una calle donde los palos más largos de las escobas se utilizaban para  pasarse de un piso a otro  desde los balcones las tortillas y los menús que se improvisaban en aquellos días en los que todos nos tuvimos que quedar en nuestras casas.

LAZOS VECINALES

Un día, en Villacarriedo, María Montesino (La Ortiga), socióloga investigadora de costumbres en el medio rural, señalaba a dos viviendas tradicionales que compartían viga para describir los lazos, los destinos unidos, que se tienen en los pueblos con los vecinos, con los que se comparte, literalmente, la estructura que mantiene en pie el edificio.

Es un fenómeno parecido al de la vida en comunidad de vecinos y los gastos comunes para reparaciones que afectan a todos.

En Santander, lo aprendimos a lo bestia hace más de 14 años, un puente de la Constitución, cuando un edificio de la Cuesta del Hospital se desplomó, como consecuencia de unas obras sin la licencia adecuada en el edificio anexo, causando tres víctimas mortales.

Catorce años después, no sólo es que las cosas no hayan mejorado sino que han ido a peor; más solares vacíos, más abandono en los que ya lo estaban, menos vecinos y la asociación de vecinos disuelta de puro hartazgo; pocas ideas –más allá del ascensor que conecta el Pasaje de Peña con el parque de arriba, bajo los juzgados-.

Fondos estatales o europeos se ofrecen como solución, mientras en la Casona municipal se limitan a constatar que los edificios son propiedades privadas –tan privadas como lo fueron mientras se iban sucediendo anuncios–, mientras nada queda ya de proyectos públicos como la gran plaza central del Cabildo.

Lo único que sigue vigente es el mensaje de los Gómez Colmenero de la importancia del urbanismo y de la información clara, por sus consecuencias directas en la vida de los vecinos –lamento que años después el eco llevó a la S-20, con Amparo Pérez, y, más adelante, al Pilón, el barrio que consiguió cambiar una Ley para proteger sus intereses frente a la alianza político-ladrillo-banca–

Plumeros.

Y ese recordatorio, esa actualización de que las campanas siempre doblan por ti, de que, si no se refuerza, si no se hace algo extraordinario, el curso natural es que lo que sucede en un edificio afecta al otro.

En la calle, poco antes, en el número 13, una experiencia artística retrata a un hombre llamando a la puerta. Las instalaciones artísticas acabarían yéndose al comprobar que el propio barrio ya daba por sí mismo escenas propias de una ficción. Y, sobre todo, al constatar que en ese puerta ya no va a abrir nadie.

 

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