Orgullo

El Parlamento alcanza, con retraso, el paso de la calle con la aprobación de la Ley LGTBI

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En abril de 2015, Jimmy, un joven santanderino, estaba con su novio  –con o– a la salida de un concierto, cuando otro grupo decidió pasar de los insultos a las patadas en el pecho o los golpes por la espalda.

“¿Quién se creía que era?”, se preguntaba un año después Jimmy, cuando recordaba en su propio vídeo la agresión, animando a todo el que sufriera algo parecido a que lo denunciara.

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En octubre de 2017, Iza, una joven residente en Santander con una biografía que mezcla todo tipo de lugares, acudió a su graduación en el instituto ataviada con los colores de la bandera LGTBI. La foto fue viral.

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En noviembre de 2018, una joven trans fue perseguida e insultada por una manada de unas veinte personas, en Torrelavega. Algunos eran c0nocidos del colegio. Ella todavía no se atrevió a dar su nombre, y admitía que hasta la fecha no se había interesado mucho por temas políticos. Pero ese día aprendía que una Ley podía haberla ayudado.

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Para entonces ya se había dado ese punto de inflexión que fue el Orgullo LGTBI de 2018 en Cantabria: cuando la cita se trasladó al centro, al lado del mismísimo Centro Botín y la asistencia, con manifestación incluida, fue multitudinaria.

Allí fueron no sólo los miembros de la comunidad LTGBI en Cantabria, sino, más importante y más revelador: les arropaban sus familias, amigos y compañeros de clase.

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Hemos visto muchos avances en este tema.

No hablamos ya de cuando eran delincuentes, vagos y maleantes; de cuando había redadas (el impulsor de ellas sigue teniendo una calle en Santander, Carlos Ruiz García, –a estas alturas tenemos que recordar que las placas de las calles sirven para visualizar referentes, como acabamos de comprobar tras la muerte de Vital Alsar–, de cuando se les metía en la cárcel, de cuando se les condenaba a la marginalidad, o de cuando no se podían casar, que nos parece lejano pero no hace tanto… De los rumores, los insultos y el cotilleo. Del alegrarse por que sólo les insultaran en vez de haberles pegado.

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Hablamos de los años recientes: cuando se pasó del miedo a denunciar a denunciar en cuanto pasa la más mínima, pensamos en la abuela de la niña trans de Reinosa, o en esos chavales que la nochevieja pasada se metieron en una pelea por defender a una pareja de chicos: hace años, muchos hubieran mirado hacia otro lado.

Pero tuvieron que pasar dos años todavía de esos cambios, progresivos pero firmes, para que Cantabria aprobara la Ley LGTBI en el Parlamento autonómico: hubo quien no tenía claro los conceptos y no le bastó google o el contacto con los activistas, a tiro de teléfono para aclararlos, hubo quien no quiso mojarse porque llegaban elecciones y vio mejor no agitar un tema polémico, y hubo quien se frotó las manos porque vio que los demás consiguieron que no se quedara con el monopolio del rechazo a las leyes de la diversidad.

Lo que se evidenció, hace dos años, fue también que las instituciones, nuestra arquitectura legal, y algunos partidos, no estuvieron a la altura de lo que pasaba en la calle, en las casas y en los colegios e institutos.

Porque habrá pocos casos en los que quede más claro que las leyes tienen nombres propios: el de Jaime, el de Marsha, el de Rebeca…

Desde las calles, desde sus casas, desde colegios e institutos, ellos empujaron en la recta final de un capítulo que empezaron los que sufrieron los años grises (los de la chica de un pueblo de Cantabria que llamaba por teléfono a ALEGA para poder descubrir que había más gente como ella, los de los padres que echaban a sus hijos de casa al saberlo), y llegar hasta lo que ha pasado este lunes en el Parlamento: la aprobación de una Ley que no será perfecta y que en realidad es un principio, porque si algo saben los que luchan por algo, es que en materia de derechos no hay que relajarse nunca.

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