Si La Cruza levantara la cabeza: Baika se entrega a la cómida rápida para rentabilizar el mercado en el Doctor McDrazo
Si La Cruza siguiera atendiendo el puesto en el que vendía chufas y golosinas en la antigua lonja del pescado de Puertochico, el barrio marinero, posiblemente tuviera uno de esos arranques de mal genio —por ser suaves— con que todavía la recuerdan (es posible que esto sea un laísmo, pero estamos hablando de cosas de Santander) muchos de quienes fueron niños ahí.
Fue muchas más cosas, por supuesto, esta impresionante mujer ligada a la mar, hija de La Voladora —no se andaban con chiquitas quienes vivían en esa ciudad que era más bien un pueblo—, y que la —sí, ya lo sabemos— bautizaron así por la forma en que sufrió la explosión del barco Cabo Machichaco.
LA MEMORIA DEL BARRIO
Lejos queda todo aquello. Tan lejos que el propio mercado ni siquiera está en su sitio: antes se ubicó lo más cerca posible del muelle por el que llegaba el pescado, pero se trasladó a pocos metros, piedra a piedra, abriéndole hueco a los nuevos edificios. Todo dentro de esa histórica lucha contra marineros y pescateras que parecen tener las élites de Santander (recordemos el desplazamiento del mercado de la zona de Catedral, el vaciamiento de Tetuán o, por si seguían demasiado cerca todavía, la expulsión fuera del centro a lo que se llamó Poblado Marinero y todos conocemos como el Barrio Pesquero).
Por no quedar, no queda ni el nombre que tuvo toda la vida: La Almotacenía. Suponemos que sonaba demasiado árabe y ni siquiera han caído en recordarlo las nuevas –es un decir- élites políticas y empresariales locales, incluso pese a las tendencias que mezclan hipsterismo, nombres canallitas y turismo a las que, «maravillosamente desbordados» se han entregado con entusiasmo.
El mercado, de primeras más bien una lonja, está hoy en el lote de otro edificio más amplio, el Centro Cultural Doctor Madrazo, un activo espacio con biblioteca, locales y teatrillo, erigido en memoria de un añorado y benefactor médico, queridísimo en vida y recordado un siglo después, al que las tropas franquistas vieron tan peligroso que, al invadir Santander, lo metieron en la cárcel rondando los 90 años y casi ciego. También sería interesante saber qué pensaría del modelo nutricional que promueve la cadena de comida rápida quien dedicó buena parte de su vida a mejorar la salud de la infancia.
Una estatua de La Sardinera y más adelante la de los raqueros —ninguna al Doctor Madrazo, por cierto— son de los pocos vestigios en la zona de aquellos tiempos, alimentados por una memoria popular que recuerda a unos y a otros en lo que parece casi un ejercicio de rebeldía frente a lo que está sucediendo en el barrio: kilómetro cero de la turistificación, donde cada vez más suenan los ruedines de las maletas abriéndose paso entre las terrazas de día y los locales de ocio nocturno y el after de noche.
SANTANDER HACE HISTORIA CON UN MERCADO CON COMIDA DE BASURA EN LUGAR DE GOURMET
Todo más o menos normal, el signo de los tiempos, pero la gota que ha colmado el vaso de los vecinos de Puertochico —que este sábado a las 12:00 horas se manifestarán en la zona, apoyados por gentes de otros lugares de la ciudad, de Mataleñas al Sardinero— ha sido ver que, tras años de abandono del mercado municipal, el Ayuntamiento le ha entregado parte del recinto a una empresa privada que, a la hora de la verdad, se ha ido a lo fácil y ha actuado como cualquier rentista santanderino de los que dejan grandes locales vacíos durante años: en lugar de buscar ser atractivo, competir en los precios o esperar a ir llenándolo poco a poco —vamos, esfuerzo y constancia, como conoce cualquier autónomo, comerciante o profesional liberal—, ha esperado a la llegada de una franquicia con la que amortizar la inversión.
Ya le chirriaba a mucho hostelero de una zona no precisamente escasa en bares y restaurantes que el Ayuntamiento estuviera montándole la competencia con dinero público. Pero al final ni eso: como observaba sorprendido el investigador de turismo José Mansilla, lo de Puertochico es un caso único en España. Porque, en lugar de hacer —como todas las ciudades— un mercado gourmet con productos de calidad, aquí se ha puesto un McDonald’s, el gigante de la comida rápida por excelencia.
El rechazo de los vecinos no es, como trató frívolamente de rebajar la alcaldesa, Gema Igual, una cuestión de gustos gastronómicos, de que les guste más una comida que otra —vamos por ese nivel argumental, sí—, sino una defensa de los usos tradicionales, que uno esperaría que viniera de suyo en un partido conservador, y que, como subrayan los propios vecinos, va en contra del propio discurso del PP sobre el comercio, sin ir más lejos en la última gala.
Hay más motivos: el McDonald’s tendrá terraza arriba, en la plaza del centro cultural, y un horario que se adentra más allá de las cenas —no las 24 horas que llegó a querer al principio—, lo que significa más ruido, más cerca de las casas y más humos directos a los balcones, donde ahora vemos, todavía, la pancarta crítica con la alcaldesa que el Ayuntamiento tardó horas en señalar como contraria a las normas, interpretando que un mensaje sobre el barrio en una fachada privada es lo mismo que un cartel publicitario.
FAST FOOD PARA DINERO FÁCIL
Detrás de la pereza a la hora de buscar clientes de Baika, la empresa concesionaria de la parte hostelera del Mercado de Puertochico, se esconde una necesidad de rentabilizar su esfuerzo hasta la fecha: la empresa, expulsada de San Sebastián por no cumplir en un modelo similar, ya acometió parte de las obras hace años y necesita empezar a ver ingresos, como recalca siempre que puede un Consistorio muy comprensivo, casi portavoz, con las necesidades de la parte privada.
Y que en público —literalmente en el Pleno municipal— ha llegado a reprochar a quienes critican el modelo —es decir, vecinos con sus vidas y trabajos,, incluso jubilados— no haber invertido antes en un mercado que ciertamente había vivido tiempos mejores, pero cuya gestión era responsabilidad del Ayuntamiento y nadie más. Así es: la institución que pudo haber mejorado el mantenimiento y la promoción recriminó a los habitantes del barrio que defienden el modelo que teóricamente propugnan en La Casona no haber sido ellos inversores empresariales.
Vamos con unas cifras: en 2017, el Ayuntamiento de Santander adjudicó mediante un contrato de concesión de obra y explotación por 40 años la rehabilitación y gestión del mercado. La adjudicataria, Baika Puertochico S.L., comprometió una inversión de 1.390.000 euros sin IVA, según recoge el pliego de condiciones.
A cambio, obtuvo el derecho a gestionar los arrendamientos de los espacios interiores, almacenes y terrazas del mercado, con un canon municipal fijado en 6.800 euros anuales, una cifra constante durante toda la duración de la concesión, sin estar ligada a beneficios o resultados.
El contrato permite a la concesionaria cobrar alquileres por los locales interiores, las terrazas, los almacenes y los servicios comunes. En lugar de esperar a ir llenando poco a poco, ha optado por el modelo de la franquicia dominante, que ocupará más del 60% del espacio, terraza incluida, y le reportará unos 5.510 euros al mes, esto es, más de 66.000 euros anuales solo por este establecimiento.
A tenor de estos datos, tanto el Ayuntamientoo/portavoz como la preocupada empresa pueden estar tranquilos: Baika recuperará su inversión en las obras antes de cumplir el sexto año de concesión —y podrá explotar económicamente, es decir, sumar ingresos, el mercado durante al menos 34 años más, hasta 2057.
No sabemos si para entonces quedará algo del barrio marinero, pero seguro que la memoria colectiva habrá sido capaz de mantener el recuerdo de Doctor Madrazo, La Voladora o La Sardinera o la mismísima Cruza. Menuda era ella.
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