Capitalismo de harakiri

Los trabajadores de Bridgestone viajan hasta Madrid para hacerse oír en Japón, en una protesta que conecta despidos industriales con un modelo económico extractivo que avanza sobre Cantabria.
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Los trabajadores de Bridgestone han madrugado este lunes, y no para el turno habitual de fábrica, sino para irse a Madrid con el objetivo de que les oigan en Japón. Así de complejo es el mundo actual, en el que, pese a lo conectados que teóricamente estábamos con la globalización, seguimos viviendo en pequeñas islitas cada vez más desconectadas entre sí, como comentábamos esta mañana en un café frente a lo que en su día fue la sede de los bomberos del Río de la Pila y hoy es la puerta de entrada a la enésima zona de hostelería-Instagram, valga la redundancia.

Ante la sede de la embajada de Japón, confiando en que el ruido y la visibilidad llegaran a los dueños de la fábrica, uno de los carteles hablaba del harakiri —muy simplificadamente, una especie de suicidio ritual propio de las artes marciales japonesas— que parece estar haciéndose la fábrica.

Porque, hay que remarcarlo, el ERE que se ha presentado para Bridgestone (cientos de empleos en liza, con plantas en Reocín y Basauri) no se debe a que las fábricas estén dando pérdidas, ni a que los trabajadores no estén haciendo su parte o no estén altamente especializados, como demanda un mercado tremendamente competitivo.

Simplemente, la nueva dirección ha considerado que ganar dinero y tener beneficios no es suficiente, que hay que deshacerse de la parte que no da pérdidas, sino que no genera tantas ganancias.

Por ahí va la cosa: en el metal, las empresas, pese a los sucesivos cataclismos —y la sucesión de paguitas públicas ante cada uno de ellos—, van teniendo beneficios, mientras la patronal hereditaria —hasta en eso vamos hacia un feudalismo digital— que desconoce como funciona una negociación laboral se resiste a repartir lo que es el fruto del trabajo y que es posible repartir: el pasado les niega legitimidad a la hora de hacer pronósticos del fin del mundo, como los que hicieron cuando ellos mismos provocaron la anterior huelga. Por decirlo en un idioma que se pueda entender a ese lado de la economía: nadie contrataría a un bróker que haya fallado tanto en sus predicciones pasadas sobre la bolsa.

Y eso que en Bridgestone, por lo menos, -que estamos en eso, en añorar lo malo que teníamos-, los que toman las decisiones son propietarios reconocibles a los que se puede intentar llegar, a diferencia de la economía indescifrable y cambiante de los fondos de capital riesgo.

En Cuétara lo que tenemos es a un grupo económico que no es modesto (Nocilla, Cola Cao), que en lugar de funcionar como bloque, se desgaja a sí mismo en fabriquillas para impedir una negociación salarial en bloque para unas trabajadoras —en femenino, sí— que venían de estar por debajo del salario mínimo y que no pueden enfermar porque les sale a resistir. Y a las que la inercia de Cuétara, suicida desde el propio punto de vista empresarial, les lleva a acabar yéndose a la competencia, al pueblo que huele a galleta.

La enfermedad empieza a ser un negocio en sí mismo, como ya saben Mutua Montañesa o Quirón, que han conseguido cambiar los diccionarios y las agendas para que quienes ondean los debates hablen de absentismo (bajas médicas, permisos por cuidados, necesidad de inversión en la estructura sanitaria y administrativa) en lugar de accidentes laborales.

Y en nuestras ciudades no lo vemos, porque lo tapa una nube de reels en Instagram, pero se han desplegado auténticos pozos petrolíferos extrayendo todo lo que pueden de sus aceras: empanadillas argentinas o tartas de queso —cuatro negocios a menos de tres minutos a la redonda del Ayuntamiento de Santander—, pistachos y, por supuesto, pisos, pisos, pisos.

Y así, decisión a decisión, inacción a inacción, nos vamos precipitando a una especie de automuerte colectiva, porque un empleo perdido en la industria o un sector productivo real desnaturalizado más son algo más que un hogar con menos de sueldo o con más gasto para comprar o alquilar un techo: conforman un problema de todos que va a la raíz de cómo se sitúa  Cantabria en un mundo que ya no es fácil ni sencillo ni sujeto a las viejas reglas.

El harakiri, en cualquier caso, tenía un componente de defensa del honor, un preferir morir con honor que en manos del enemigo, que no se atisba en Bridgestone, ni en Cuétara, ni en el metal, ni en el extractivismo urbano, ni en las inmobiliarias que se relamen en los bloques de pisos ya construidos o en el nuevo material que les va suministrando, dosis a dosis, el Gobierno de Cantabria o el Ayuntamiento de Santander, ni en los fondos que ya derribaron las murallas de las mismísimas Global o Valdecilla, que acechan en las residencias o las empresas que olisquean el botín de los accidentes laborales. Ninguna de ellas caerá, o, es todo tan perverso, hasta les compensará caer después de haber arramplado con todo.

Pero es que esto, al final, como decían nuestros padres —y perdónese la acumulación de tópicos geográficos fruto de la época—, esto tiene más trampas que una película de chinos.


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