«Leonora pulverizó todas las prisiones a las que estaba destinada”
Había un riesgo muy fuerte en la representación de la vida de Leonora Carrington, la pintora surrealista tan marcada por episodios de dolor físico y psíquico como una agresión sexual múltiple y la tortura con fármacos agresivos en el sanatorio del Doctor Morales, que sigue dando nombre a un parque en la ciudad mientas ella sigue con poco más que una placa pese a su inmenso, e internacional, legado artístico.
Ese riesgo, lo comentábamos la semana pasada con Natalia Huarte –más que la actriz que da vida en el teatro a Leonora, la mujer que durante una hora se convierte en un lienzo sobre el que se despliega su ser—es el de que lo cruento de su tortura acabara centrando el relato y tapando la luz que también tuvo e incluso su reconocible y reconocido legado artístico. En la misma línea, es una derivada hacia la que se puede resbalar desde la recuperación de la robada memoria democrática y colectiva: que la represión, los asesinatos, la pérdida, acaben tapando lo que hicieron, lo que podían haber hecho.
Es un delgado precipicio –que incluso de forma bienintencionada puede llevar a perpetuar la estrategia de los agresores, reducir el potencial de una persona a la condición de víctima– que ha logrado sortear Alberto Conejero, autor, director y productor de la obra ‘Leonora’, con texto publicado por ‘Pepitas de Calabaza’, que podrá verse por primera vez esta semana, los días 10, 11 y 12 en Madrid, en el Centro Cultural Conde Duque.
Y no es la primera vez: si con el profesor Benaiges en ‘El maestro que prometió el mar’ logró ponernos ante el innovador método educativo que abanderó –con elaboración de materiales por los propios alumnos—y en ‘La piedra oscura’ logró llevarnos del martirio carcelario de Rafael Rodríguez Rapún, secretario de La Barraca y último amor de Lorca, enterrado en Ciriego, a la inmensidad del legado creativo de Federico, ahora en ‘Leonora’ lo que consigue es retratar a una mujer que “pulverizó todas las etiquetas” y “logró emanciparse de todas las tutelas”, adelantándose de paso casi un siglo a los discursos sobre el ecofeminismo.
Se trata, en definitiva, de “nombrar todas las posibilidades de vida de lo humano que esas violencias querían erradicar”, explica el autor, en una entrevista con EL FARADIO, en la que remarca que “nuestro proyecto es humanista, es de dignidad, es de justicia, es de futuro, es de esperanza y es de alegría” porque la memoria puede ser “un ejercicio absolutamente luminoso de celebración, de reivindicación, de alegría”.
En el caso de Leonora, hay dolor, claro, pero su desgraciado paso por Santander, esa deuda que las élites de los apellidos de siempre hicieron contraer al conjunto de la ciudad, no ocupa ni mucho menos toda la obra, que se ambienta en ese momento en Portugal en el que la artista ha logrado escapar y, rumbo hacia una nueva vida –en la que seguiría desarrollando su obra y en la que conseguiría el milagro de morir de vieja, no hace tanto, 14 años-, empieza a pintar sus recuerdos en un lienzo en blanco, como lo es su cuerpo, el de Natalia, base de sus vidas, sufrimientos y esperanzas.
Lo que hay, sobre todo, es una fuerza, transformadora, la de una mujer que tras “romperse” fue capaz de “resucitar una y otra vez”, gracias a su capacidad de “hacer alquimia” con todo ese daño, hasta el punto de poder permitirse el lujo de afirmar: “He sobrevivido a tantos naufragios que ahora el mar me pertenece”.

Leonora Carrington
Leonora no sólo se rompió y liberó en la clínica en la que tuvo la desgracia de ser objeto de la experimentación de métodos psiquiátricos que no es exagerado sino literal calificar de nazis, ni siquiera en la violación grupal que sufrió en Madrid por una manada falangista, sino en cada momento de su vida: abandonó su país y su continente, la vida que estaba destinada a heredar, seguro más plácida, incluso la relación sentimental que la marcó, la de Max Ernest.
Leonora “pulverizó todas las prisiones a las que estaba destinada”, físicas y sociales, en la que quisieron retenerla, y lo hizo inventando mundos “para sobrevivir a mundos terribles”, tirando del poder político y creador de la imaginación, porque, recalca Conejero, “cuanto menos imaginación tenemos, menos vida tenemos y menos capacidad tenemos para sobreponernos a los horrores”
Conejero lo consigue valiéndose de una herramienta muy poderosa, más aún teniendo en cuenta que –en lo que es una elección que transmite un mensaje, al igual que el escribir el texto en primera persona, es decir, siendo Leonora la que nos habla—el escenario es sobrio, sin alharacas, un lienzo en blanco: acompañado de luces, sombra y músicas, la clave de bóveda es el cuerpo de Natalia Huarte el que de alguna forma convoca a la artista, de una forma coherente con como el cuerpo de la pintora se volvió escenario de todas las batallas, físicas y mentales, incluso políticas –si habéis leído sus ‘Memorias de abajo’, lo entenderéis-.
“Natalia Huarte es una actriz que atesora mundos, contiene mundos, multitudes, como la propia Leonora Carrington”, ensalza el director, que consigue presentarnos a una Leonora que “nos entrega, una y otra vez (..) unas ganas de vivir (…) imbatibles”.
DE LA TORTURA A LA LIBERTAD

Down Below de Leonora Carrington, inspirado en su paso por Santander
Leonora Carrington (1917-2011) nació en Lancashire (Reino Unido) en el seno de una familia industrial acomodada. Desde joven desafió las normas sociales y familiares que la destinaban a «ser buena esposa y madre», y se dedicó a la pintura y la escritura. En París se unió al círculo surrealista de André Breton y conoció al pintor Max Ernst, con quien compartió vida y exilio.
En 1940, tras la invasión nazi de Francia, huyó a España, donde sufrió una violación grupal. Allí fue internada contra su voluntad en el sanatorio del doctor Luis Morales, en Peñacastillo (Santander), tras una crisis nerviosa y bajo la tutela de su padre. En Memorias de abajo, Carrington describe los tratamientos a base de cardiazol —un convulsivante usado como terapia de choque—, inyecciones y sedaciones violentas. ».
Ese internamiento, que duró varios meses, la marcó de por vida y se reflejó en su obra. Tras escapar del sanatorio, viajó a Lisboa, donde consiguió embarcar hacia Nueva York y, finalmente, México, donde desarrolló su obra más reconocida.
La pintura y la literatura de Carrington —pobladas de seres híbridos, animales sagrados, mujeres alquimistas y caballos que levitan— son una metáfora constante de la libertad.
Su legado ha sido reivindicado en los últimos años con exposiciones como Leonora Carrington. Revelación (Fundación MAPFRE, 2023), que reunió más de 180 piezas. Críticos y museos la reconocen como «una de las figuras más radicales y libres del surrealismo», precursora del pensamiento ecofeminista y de la autonomía de las mujeres artistas.
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